Habría que entrar un poco en desacuerdo con Jorge Drexler y decir que, en el caso de Stranger Things –el más reciente hit show de Netflix y hype instantáneo– amamos tanto la trama como el desenlace.
La trama –situada en Hawkins, pueblo suburbano de Indiana, en el contexto de la Guerra Fría y de las experimentaciones que la CIA hacía con humanos para explorar el subconsciente y el más allá– que va así: en la noche del 6 de noviembre de 1983, Will Byers, de 12 años, “desaparece misteriosamente” de camino a su casa.
Al día siguiente, “aparece misteriosamente” Eleven –que no sabemos si esa es su edad pero sí que es una niña lacónica, aunque de facción andrógina; con cabello rapado, bata de hospital y poder de telequinesis–, quien sabe, entre muchas cosas más, dónde se encuentra Will. Eleven es encontrada por los nerds Mike, Dustin y Lucas –los mejores amigos de Will– mientras lo buscaban. El problema es que a Eleven también la están buscando, y no necesariamente son amigos.
Estrenada el 15 de julio, creada por los relativamente novatos hermanos Matt y Ross Duffer, y protagonizada por Winona Ryder (actriz referencial de los late-80s-early-90s), Stranger Things ha logrado en la pantalla chica algo equivalente a lo que en arte hace el readymade: toma lo existente –siendo lo existente las películas icónicas de los ‘80– para ofrecernos un (re)relato que, bueno, puede afirmarse ha sido el éxito de este verano en cuanto a series de televisión.
El mayor acierto radica, quizás, en la utilización de una fórmula probada y repetida por su gran potencial narrativo: niños en pleno coming of age. Niños que disfrutan de una imaginación que aún no ha sido reprimida, pero que tampoco son chiquillos restringidos de las libertades que les permitirán hacer de las suyas, de escaparse en sus bicis a salvar el mundo o en este caso, a su mejor amigo.
Hacer de las suyas en la cotidianeidad de un pequeño pueblo en cualquier década anterior a los noventa convocaba obligatoriamente al ingenio ante la falta de Internet, celular, Netflix, videojuegos y Pokémon Go. Los walkie-talkie, las bicicletas, los juegos de mesas, el tener que llegar a la casa del pana para saber si estaba vivo, son elementos que no solo nos transportan a una realidad que abandonamos hace poco en las sociedades occidentales capitalistas, sino que sirven como elementos para mantener la historia viva.
Es decir, que en la calle con el bicijangueo (antes de que se creara el término, vamos) o en el sótano jugando Dungeons and Dragons, los niños estaban obligados a imaginar.
Y es precisamente la imaginación la punta de lanza con la que se arman los tres amigos para resolver los misterios a los que se enfrentan: la desaparición de Will/la aparición de Eleven.
Cuando las fantasías elaboradas en el sótano se hacen realidad, la imaginación de los niños –junto a la inocencia que todavía no ha cedido su espacio al escepticismo de los adultos– sirve para reconocer la amenaza que se cierne sobre los residentes de Hawkins por lo que es –algo extraño y supra (¿o infra?) dimensional– y para encaminarse a resolver el misterio.
Hay que reconocer que el recurso de la imaginación que ayuda a los niños a resolver absurdos crea algunos huecos en la narrativa que podría argumentarse como la falla principal de la serie (por más nerds que sean tres niños de 11-12 años, en ocasiones resulta inverosímil el conocimiento científico que tienen para explicar las situaciones que encuentran).
Pero en realidad, a este punto, poco importa ya porque nosotros, los espectadores, nos hacemos cómplices en la aventura. Somos los niños montados las bicicletas y nos olvidamos de la objetividad científica. Hay algo más raro del otro lado –el Upside Down, you better mind– por descubrirse y estamos en el juego con ellos.
Y el juego que los acompañamos está formado por elementos clásicos de la narrativa cinematográfica de los ochenta/noventa: el sheriff vicioso de pueblo pequeño con par de libras encima que encuentra en un caso para reivindicarse; los bullies de la escuela (casi imposible imaginar nerds sin bullies); y los hermanos mayores y sus líos románticos de high school, y el fenómero paranormal –whatever that means or is.
Igual están las referencias a Steven Spielberg y sus icónicos filmes E.T. y Close Encounters. También tiene lo suyo de Stephen King. La serie es todo influencia, homenaje o remake, o todo a la vez. De los ochenta y ojo, de lo no tan ochentoso. Hay escenas que son réplicas exactas del filme Under The Skin (2013). Lo increíble, por lo tanto, es cómo a pesar de toda esa mescolanza Stranger Things se siente fresca y pocas veces llega a ser predecible.
Por más refrito que sea, es uno bien hecho cuya mayor fortaleza radica en las interpretaciones. La mayoría de los personajes y líneas de historia tienen un twist que los separa de alguna manera del prototipo del que fueron inspirados. Es difícil imaginarse un mejor grupo de actores para interpretar a los niños, al sheriff y a dos de los tres personajes femeninos prominentes en la historia: Eleven, interpretada memorablemente por Millie Bobby Brown, y Karen, interpretada por Cara Buono, a quien es bueno volver a ver en un rol recurrente para la televisión tras su corta pero excelente participación en Mad Men.
Entonces tenemos a Ryder, a quien admiramos como personaje por su resiliencia ante la búsqueda de su hijo. Ryder protagoniza una de las escenas más memorables de la serie y que se ha compartido como gif en las redes sociales: una sala enredada de luces de navidad que cobran vida y parpadean conectando a la madre con su hijo que está vivo pero en el más allá, creando una atmósfera mágica acentuada por el uso del sintetizador que compone la banda sonora que acompaña los momentos más escalofriantes (o misteriosos) de la serie.