El libro Elegía franca de Rafael Acevedo se estará presentando hoy en la Librería Libros AC en Santurce junto a Flores nacidas de la astucia, del poeta Guillermo Rebollo Gil, a las 7:00 p.m.
“Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o un caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza”.
Jorge Luis Borges
De nuevo, el tiempo siempre tiene sus modos. Si para el poeta español Jorge Manrique todo tiempo pasado fue mejor, para Rafael Acevedo el presente se convierte en el pasado predilecto. Pasa que el recuerdo descansa en la cuerda de unos labios y “una mujer se alza en vuelo/ adornando el tiempo que se detiene” (Acevedo, 25). Una mujer define el azul del más reciente poemario de Rafa Acevedo.
Originalmente, la elegía emergió siendo esa crónica poética del dolor. La lírica del lamento, o el testigo musical del desasosiego. Aunque mayormente reservada para temáticas mortuorias y fúnebres, la elegía de raigambre erótica también encuentra su lugar en la literatura latina. Sin embargo, y a pesar de su referencia a Píndaro, no es hacia la tradición greco-latina, nos parece, que Acevedo apunta sus corceles. El relinche del poeta nos remite más a Rilke: “Pues la belleza no es sino el comienzo de lo terrible en un grado que aún podemos soportar” (Elegía primera).
El poemario Elegía franca de Rafael Acevedo nos invita a “dejar nada al azar y al destino que no sea/ quemarse con la verdad/ de la belleza”. Lo terrible arde y es, en efecto, la belleza lo que quema. El amor se convierte en la forma más terrible de experimentar la belleza:
Un cierto anhelo de morir
un poco entre tus piernas…(8)
Si es en la cercanía del amor que se satisface el anhelo de morir del poeta, es en el recuerdo, no obstante, en esa lejanía cercana, donde la posibilidad de la vida se hace latente:
Respirarte en el aire de la resurrección.
Eso me permite vivir aún.
El poema del amor se convierte, bajo el sello de la elegía erótica, en la vivencia expresada de la pérdida. El poema del recuerdo acontece, por tanto, como el espacio exclusivo que se conserva de la vida, el lugar aquel donde el poeta revive alguna vez haber amado. El poeta trastoca la realidad doliente para que el recuerdo acontezca, terrible y bello al mismo tiempo. Y el poema resulta siendo el dolor fecundado.
“Me duele el ayre” (55). Me duele el ayer. El ayer es el ayre que inaugura nuevamente el espacio poético de Acevedo. El día de hoy se convierte en el día de ayer, contra todos los días de la muerte. De modo que si el espacio amueblado por el sufrimiento es, precisamente, donde el amor reside, es en el espacio abierto –doliente– del poema donde el residuo del dolor se coloniza.
El poeta le hace señas al dolor, se inclina poéticamente hacia el dolor, lamenta. Mas este lamento acontece necesario, porque es un modo de sangrar “sin dejar huella”, porque al fuego “le sobrevive un área de humo” que resulta necesario como condición originaria: “Al fuego le sobrevive el fuego/ en el que está prohibido olvidarte” (29).
El poeta se acerca a los jirones del fuego para ser absuelto en su contacto con el mismo y para que éste luego lo corone definitivamente con el nimbo de la muerte, muerte que no es, sino en el fondo, la reaparición del tiempo.
Sólo quisiera saber si en el resplandor hay fuego.
Si en el sabor hay alacena para algún tiempo (23).
Encontramos, de esta forma, en gran parte de los poemas, una vertiente heliocéntrica — pirómana, centrífuga— como una puesta de sol en la mirada del poeta, y el recuerdo de una luz amaneciente entre sus manos. La amada se convierte, en el poemario Elegía franca, en medium de luz para el poeta: “Contigo conocí el sol” (39). “Entre tú y yo, hay un sol” (31). La amada se transforma en la encargada que se invoca para encender la noche, para que baile, cual si en humo, bajo la luz evaporada. Y esto porque “la muchacha al girar/ brilla más que la naranja/ del sol que se va a cortar/ al filo del horizonte” (30). La “bailarina” nos parece ser esa figura (perdida) y resurgente que se balancea frente al ritmo de la lamentación poética.
No obstante lo antes dicho, el fuego esconde remanente su frialdad: “esta arquitectura de tinta/ es la frialdad que esconde el fuego” (36). En la mayoría de los casos, y esto casi es innegable, el tener, inevitablemente, excluirá o modificará, renovando la condición del deseo: “Para Eros, el tener mata el deseo […] regresa a la memoria incendiada del amor, y nos recuerda que el sufrimiento de lo prohibido rinde una poética que, por fuerza de la circunstancia, nos hace desear perder para poder desear” (Lilliana Ramos-Collado).
Sin embargo, no es meramente, como señala Ramos-Collado en su reseña, que el desear señale hacia el tener y que el tener extinga automáticamente el deseo, (o que se desee perder para seguir deseando). Es, más bien decimos, aunque a riesgo de equivocarnos, que una vez se tenga y se “pierda” ese deseo, el desear, el tener y el perder colindarán simultánea y necesariamente en el acto de crear; como si el recuerdo fundara un nuevo hoy…crear es querer detener. El poema se convierte en la horma del tiempo, movimiento detenido donde es posible tener a raíz de la pérdida, y donde el perder se extingue a raíz del desear. Porque recordar es retener el perder, “la creación es esa pérdida” (45). Desear-recordar es desear-perder, para que sea posible, cada vez que se desee, en efecto, poder tener.
“Esclavizar” a la amada, como recita el poema, es someterla al espacio enclaustrado del poema, es aprehenderla, eternizarla, adjudicarla, paradójicamente, a una “alegría de muerte”, o a una elegía franca. El poeta se torna el “esclavo de la esclavitud” de la amada. La elegía es el poema de la pérdida (al cuadrado).
Pero la elegía acontece, en el poemario de Rafael Acevedo, como la constatación de un homenaje, como el ritmo de un juramento que reitera más la ausencia celebrándola, que la revive y la releva en el poema en un intento de olvidar que el mundo es insurrecto. En un fecundo y franco intento de soportar lo terrible de lo bello. Que es lo mismo que decir, la caducidad de todo.