«Creo que nuestra percepción lineal del tiempo lo empeora todo.»
-Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte
El solo intento de consumirlo todo con la mirada puede perdernos en la nada. Al vacío puede mirársele con vana expectativa, pero al todo, al todo toca otearlo con cuidado, para no perderse en el grisáceo matiz de la inexistencia. Por eso a veces, acaso siempre, toca rendírsele al detalle, al filo, al detente.
Fijarse en la raya que no es raya sino cinta pero también curva a la izquierda y a la derecha que se esconde y regresa y se asoma y se detiene y sigue o no, pero qué más da. No importa. Entender la ruta, sus desvíos, continuidades, pausas. Pura irrelevancia. Quizá solo en el centro de las incertidumbres descansen las relevancias. Quizá en la honestidad de las incertezas debieran perderse todas nuestras certezas.
Las rutas, cuales sábanas, cobijan. O no. Creeremos -o querremos- siempre andar sobre planicies, pero andamos irremediablemente en curvas. El suelo tiene voluntad de quiebre -¿ganará siempre la organicidad de la tierra?-. Avanzamos a ciegas, con la vista nublada, vulnerables a las torceduras del pavimento. Toca, me parece, asumirlo. Seguir pisando. Los andares se fraguan desde el cuerpo, aunque ni siquiera a nuestras pisadas las divisemos del todo. Quizás sean los pasos las únicas confiables hojas de ruta, puente de fe a las curvas.
Quizá posar la mirada sobre caminos sin certeza del último trazo siempre debiera ser la meta. Quizá lo contrario sea pura pretensión. Quizá el tizne azulado de la niebla, manta -mantra- extendida, para eso llega. Para alivianarnos la existencia, cual nube fresca de escarcha curvea.