El mundo atestigua un deterioro en picada acelerada de la solvencia moral e intelectual de las instituciones de gobierno de Estados Unidos, representado por el derechista Donald Trump.
La decadencia autocrática y cínica de los políticos que se representa en la serie House of Cards puede ahora incluir una variante con la irrupción, en la vida real, de un presidente que no es político de oficio sino comerciante, un maverick billonario del real estate y el show business que destronó los grupos de poder incrustados en Washington —de ambos partidos—, tras movilizar el voto de masas pobres que antes se abstenían y estaban ansiosas de tener trabajo y aliviar su pobreza.
El debate aumenta sobre la victoria de Trump y la legitimidad del sistema electoral y las instituciones oficiales de Estados Unidos. Hillary Clinton aparentemente obtuvo en los votos directos (Popular votes) 2.3 millones por encima del magnate, algo que vuelve a dramatizar, más escandalosamente que antes, el carácter antidemócratico del sistema electoral estadounidense y sus Electoral votes.
Trump riposta que el Partido Demócrata gestionó fraudulentamente el voto de muchos inmigrantes ilegales, pero las dudas que provoca esta alegación insinúan, nuevamente, la imagen de un vocinglero irresponsable. La controversia misma es un comentario sobre lo bajo que ha llegado la llamada democracia americana.
La escenografía de esta decadencia venía pintándose con la marginación antidemocrática que sufrió el socialista Bernie Sanders a manos de la directiva del Partido Demócrata, que lo echó a un lado a pesar de tener inmenso apoyo popular y claras posibilidades reales de derrotar a Trump. El partido privilegió a Hillary Clinton aunque fuese vulnerable por sus encubrimientos, faltas a la verdad y cercanía al poder financiero, por no hablar de su gestión imperialista para aplastar países y aplicar violencia.
Que Sanders tenía más posibilidades de derrotar a Trump por estar a la izquierda de los demás políticos prominentes —lo cual habla del ánimo progresista del pueblo norteamericano, contra la imagen de que es simplemente derechista—, y que al cancelarlo el Partido Demócrata detonó en su propia cara la desgracia del triunfo del billonario, todo ello se desliza de la ironía hacia la comicidad de un sainete. Pero augura una era nada feliz en cuanto a desigualdad, violencia social, racismo, guerrerismo y frustración.
Se trata de un desastre histórico y ético monumental, que debería provocar un renacimiento de las izquierdas socialistas en Estados Unidos, América Latina y también Puerto Rico, ahora que para muchos se evidencia lo conveniente de alejarse del país de Trump lo más rápido posible y buscar rutas de construcción social alternas al imperialismo global.
El trato con Carrier y el embrollo imperialista
Inclinado a los golpes teatrales, Trump acordó —sin todavía ser presidente— con la compañía productora de acondicionadores de aire Carrier que esta traslade a sus instalaciones en México 800 empleos menos de los que había planificado y que permanecerán en Indiana; con este deal obtuvo de nuevo aplausos de sus seguidores, como si fuera un primer político que cumple lo prometido.
Pero el acuerdo con Carrier incluyó liberar esta empresa de 7 millones de dólares en impuestos y, desde luego, en nada impedirá la tendencia general, de esta compañía y muchas otras, de trasladar operaciones y empleos a Asia, América Latina y otras regiones, donde los salarios son muchísimo más bajos que en Estados Unidos.
La empresa matriz de Carrier, United Technologies, tiene numerosos contratos con el Pentágono para la producción de equipo militar y aviones de combate, y difícilmente complacerá a Trump manteniendo en Estados Unidos operaciones que le salen más baratas en otros sitios, si no es a cambio de beneficios leoninos.
De fondo hay un embrollo en que Trump se ha enredado, que no es su culpa sino —aunque él no lo sepa— inherente al capital y al fenómeno histórico del imperialismo, a saber, que los salarios norteamericanos son mucho más altos que en el llamado Tercer Mundo, ya que el capital monopólico domina: aumenta los precios, reduce el libre mercado y asfixia la pequeña empresa. Crea estos problemas en su propio país y se traslada a regiones más rentables. Provoca carestía, pobreza y desempleo en el país poderoso, y moldea violentamente la sociedad y geografía de los países subordinados y pobres.
Para colmo, en su neoproteccionismo Trump propone encarecer las importaciones y multar las compañías americanas que produzcan fuera y vendan en Estados Unidos. Pero así aumentará los precios y propinará un golpe adicional a los salarios estadounidenses, que vienen reduciéndose hace años. El magnate querría una ideal competencia de mercado libre, nacional y protegida, y estimular la proliferación “nacional” de capitales y alzas de salarios. Pero hace tiempo que hacer esto en los países imperialistas es muy difícil, como advirtió Vladimir Lenin hace un siglo.
Acaso se hubiese acercado a eso una política en la línea de Sanders, si atacara frontalmente los mecanismos de reproducción del gran capital, en ciertos extremos con medidas parecidas a las que proclamó Trump entre otras, pero en firme defensa de las clases trabajadoras y populares.
Los hedge funds
Las amenazas de Trump de regular algunos extremos de la actividad financiera, como los hedge funds, podrán diluirse si el nuevo presidente reduce los impuestos al capital monetario, como dijo. Expresó que, mientras no se recupere la economía, revertirá legislaciones del gobierno de Barack Obama para aumentar impuestos, regular actividades financieras y exigir medidas ambientalistas a las empresas.
Podrían, pues, recrudecerse las luchas de clases en Estados Unidos, más aún si se produce un espacio político de izquierda. El protagonismo mediático farandulero de Trump podría transformarse en una imagen clara y didáctica de la necesidad de terminar con el capitalismo.
Durante su confusa campaña Trump prometió reducciones en los impuestos a las compañías privadas. Pero si reduce impuestos a las grandes empresas deberá conseguir de otras fuentes fondos para obra pública. Podrá recurrir a privatizaciones en el sistema escolar, parques naturales y otros renglones: más agresiones a la calidad de vida social de las mayorías populares y su salario social.
Restarle fondos a las fuerzas armadas es improbable, y sugiere un tema más amplio: Trump deberá negociar con intereses poderosos que tratarán de ajustarlo a las estructuras. A su vez estas enfrentarán la autonomía relativa que el empresario proyecta. Son el Pentágono, las agencias de inteligencia, grupos poderosos del Partido Republicano, las dos cámaras congresionales, y el capital interesado en la esfera global cuya actividad Trump ha criticado. Podrán surgir conflictos y fisuras.
Para su triunfo electoral Trump buscó apoyo en los pobres, sobre todo blancos de amplias zonas rurales y urbanas, análogamente a como el Partido Demócrata ha creado bases de apoyo en ciudades grandes, de forma clientelista en diversos casos, entre sectores femeninos, negros, latinos, pobres y otros. Son modos en que el estado capitalista imparte hegemonía —dirección, esperanza, inclusión, relativa satisfacción— a sectores populares.
Pero ahora los recursos intelectuales, morales y económicos de esta hegemonía están gravemente deteriorados en ambas alas de la política dominante norteamericana. Es difícil que el capital siga disimulando el desorden y explotación que reproduce entre las capas populares, mientras se acumula una riqueza privada inaudita. En efecto, la enorme pobreza y el desempleo fueron los temas principales de Trump.
Indignación y movilización
Una tendencia se verifica, en algunos países, a que la derecha proponga objetivos, o más bien discursos, que se identificarían con la izquierda —relativamente—, por ejemplo a favor de aumentos salariales; condiciones estables y modernas de reproducción de la clase obrera; crecimiento del salario social; protección del capital, el mercado y la dignidad “nacionales”; y regulación del poder financiero. Así la derecha desarma y opaca la izquierda. En realidad la empuja a que se defina por líneas más radicales y aborde el problema del sistema capitalista, en fin, se acerque al socialismo.
Pero esta última posibilidad sigue siendo tabú para muchos estadounidenses. Debe formarse un espacio de diálogo entre clases, regiones, espacios culturales y etnias que supere las fragmentaciones y miedos, y produzca una nueva visión de conjunto y de posibilidades políticas.
Sectores populares, asalariados y juveniles tendientes a la izquierda e incluso la radicalidad se han empezado a movilizar. Están dentro y fuera del Partido Demócrata. Quizá puedan transformar esta entidad y alejarla de su parecido con los Republicanos. Requieren organización y medios de comunicación propios. El movimiento que se formó en apoyo a Sanders viene activándose en esta dirección.
Es una gran masa indignada por la disposición de Trump a ofender la sensibilidad moral y moderna del país y del mundo; por el triunfo ilegítimo del magnate gracias al sistema de Electoral votes; y por el anuncio de Trump de que protegería la tubería de gas natural de la empresa Energy Transfer Partners que atraviesa la reservación indígena de Standing Rock, en Dakota del Norte, aún con la amenaza al ambiente y a tierras de valor cultural para la comunidad indígena.
El capital de Trump tiene acciones en Dakota Access Pipeline. Es obvio el conflicto de interés, pero con el amplio dominio que la candidatura de Trump proveyó al Partido Republicano en el Congreso y el gobierno, puede preverse que la rama judicial se someterá dócilmente al poder del mandatario e inversionista fundidos en uno, a menos que se produzcan disidencias.
Sarah Palin, militante del Tea Party, el grupo derechista autónomo del Partido Republicano, sorpresivamente criticó con dureza el acuerdo de Trump con Carrier. Luce demasiado, dijo, como capitalismo de negocios turbios y empaña el ideal de política institucional y transparente, pues fue una gestión personal de Trump a la manera privada y secreta de los negocios empresariales.
Estos debates francos sugieren que la derecha y el Partido Republicano tienen ahora tanto poder que se permiten ventilar sus diferencias. Pero se insinúa falsa aquella sinceridad espontánea de Trump que durante la campaña le ganó gran popularidad, y contrapuso a la política usual de Washington y sus claques hipócritas, corruptas, burocratizadas y alejadas de la ciudadanía.
Otros presidentes norteamericanos, en siglos pasados, fueron grandes ricachones que pasaron directamente de sus empresas capitalistas a la Casa Blanca. Algunos serían vulgares y megalómanos como Trump, pero es difícil saber, pues no existía el clima hiper-mediático global de hoy.
La presidencia estadounidense heredó un protagonismo similar al de los monarcas europeos (previo a las revoluciones y reformas que dieron más poder al parlamento), de modo que el presidente es una especie de rey. Su acumulación de poder ha sido creciente, más aún porque refleja la acumulación de capital al tope de la clase alta. El legislativo y el gobierno se reducen a botín del partido que gane.
Pocas veces se ha anunciado una ilustración tan gráfica de la dictadura del capital. Es un reto para la conciencia moral de todos, en cuanto a cuál postura uno asume ante el giro actual de la sociedad y la política.