El día en que se lo conté a mi madre, ella, alarmada, me quiso llevar al sicólogo. Incluso hoy, a años del episodio, ella duda de que mi encuentro con Al Pacino haya sido algo que realmente pasó. Pero la cosa cambió el pasado domingo, mientras compraba paltas [aguacates] en las colonias alemanas de Malloco. En una de las parcelas, mientras esperaba el vuelto, se encontró con que la dueña del negocio tenía un montón de fotografías sobre una repisa, en las que salía el carismático actor.
Posaba con una gran sonrisa junto a ella y sus hijos, en pleno patio de la parcela, con su almacén como fondo del encuadre. Desde ese momento empezó una conversación eterna, en que mi madre no paraba de hacer preguntas a la señora sobre la visita de Al Pacino y el encuentro que había quedado inmortalizado en aquellas imágenes. Preguntó una y otra vez los mismos detalles, sin cansarse de escuchar las frases repetidas. Y yo la entiendo. Es difícil de creer que el hombre que dio vida a Michael Corleone en «El Padrino», haya pasado dos semanas de su vida en uno de los pueblos más invisibles de Chile.
Madre llegó a casa con un sentimiento de culpa que se le notaba en los ojos. Desconfié de ti y estoy sumamente avergonzada, me dijo. No te preocupes vieja, si tú llegaras un día contándome que Marlon Brando compra cigarros sueltos en el kiosco de la esquina, tampoco te creería, le contesté.
Mientras tomábamos once [un refrigerio], devorando las paltas maduras que había comprado, me pidió que le contara por vez número 30, la historia que ella misma me había prohibido contar para que no me dieran por loco. Y bueno, tuve que hacerlo. Aunque esta vez era especial. Como nunca antes, me miraba con atención, sin pestañar, esperando esos detalles con los que yo siempre le había insistido, pero que ella nunca había querido creer.
Para que se hagan una idea quienes nunca han escuchado la palabra Malloco, les diré que este es un pueblo de alrededor de cinco mil habitantes, ubicado al suroeste de Santiago. Pertenece a la comuna de Peñaflor y a la provincia de Talagante. Se destaca por ser una zona rural en donde abundan los caminos de tierra, los perros vagos y una de las iglesias más productivas de Chile, a cargo de un cura español, llamado Félix. La distancia en tiempo entre Santiago y Malloco fluctúa entre los 35 y 50 minutos, dependiendo de la ruta escogida. Aunque en horarios de colapso, supera fácilmente la hora.
Fue en julio del 2003. Una época en que estaba de novio por primera vez en mi vida, con una chica que había conocido en una kermesse [feria o verbena] de mi ex-colegio. Se llamaba Paola de Bisiola.
En aquellos días, yo pretendía mantenerme en forma a través del ejercicio ciclístico, ocupando el camino de las colonias alemanas -al interior del pueblo- para ahorrarme unos minutos rumbo a la cuesta de Pelvín.
Como suele suceder con las rutas en bicicleta, la ida era muy entusiasta. Pero la vuelta no. Por más que uno quisiera evitarlo, los retornos desde Pelvín eran agotadores. Exhausto, sudado por montones y con el viento en contra, cada vez que venía de regreso, mi intención era pedalear aún más rápido, para llegar pronto a casa, darme una ducha fresca y llamar a Paola. Y así fue como un jueves muerto y caluroso, en una de las curvas, específicamente en aquella parte en que el camino se divide en dos para dar lugar a una plaza pequeña que hay en el medio, cuando me lo encontré regando un jardín.
Fumaba pipa y llevaba una camisa ploma [gris], con un chaleco sin mangas encima. Recuerdo que pasé por su lado, él corrió el chorro de la manguera para no mojarme, y yo paré y me bajé de la bicicleta. Estuve un minuto pensando y analizando lo que acababa de ver. Intentaba hacer como que le ponía la cadena a la bicicleta para hacerme el hueón [tonto]. No lo podía creer, pero después de ver la mitad de sus películas a lo menos dos veces, créanme que no tenía dudas. El tipo que regaba el jardín en aquella parcela era Al Pacino.
Me acerqué con la respiración entrecortada, llevando la bicicleta a un costado, con mi mano derecha sobre el asiento. Disculpe, me podría dar un poco de agua, pregunté nervioso. Sí muchacho, claro que sí, respondió recibiéndome la cantimplora. Su voz de gringo intentando disimular un español sólido, no hizo más que confirmar mi seguridad sobre la persona con la que estaba de frente. Todo coincidía, el tipo era un tanto más bajo que yo, tal como me lo imaginaba. Nunca me había sentido tan feliz con el metro y setenta centímetros que tengo de estatura. Ahí estaba yo, mirando hacia abajo, al que debe ser uno de los mejores actores de la historia del cine.
Me pasó la cantimplora y me dijo algo en inglés que no logré captar. Ahí tienes amigo, continuó mirándome risueño. Me quedé en blanco. Impactado por el encuentro, me di vuelta y me dispuse a agarrar mi vehículo para volver a casa. Gracias, le grité mientras me subía a la bicicleta.
Comencé a pedalear y con la mente en blanco fui dejando atrás la curva de la plaza. Oí un grito. Hey amigo, has olvidado esto, me señalaba a lo lejos con la tapa de la cantimplora en la mano. Claro, idiotamente había puesto el frasco en el pedestal y al comenzar a pedalear se había caído la mitad del agua. Ya no había nada que ocultar. El hecho demostraba mi estado de catarsis. ¿Usted es el actor Al Pacino no? Mira chico, por fin alguien me reconoce en este lugar, me respondió de forma jovial. La cantimplora quedó en el suelo. La bicicleta también. Después de un largo y tartamudo intento de explicarle que era algo fenomenal encontrarme con él en aquella zona, Al Pacino me hizo un gesto de calma con sus manos y me invitó a pasar al interior de la gran casona que lo acogía.
Su acento era raro. Digamos que era algo así como la fusión de un español de Miami, con algo de argentino, pero también con palabras mexicanas que introducía cuando se demoraba mucho en construir una oración. ¿Tomas coca-cola mi amigo? Claro que sí, gracias, le respondí, mientras me alcanzaba un vaso.
La historia era así. Alfred James Pacino estaba de vacaciones. Había ido a visitar a sus primos en Argentina, y uno de ellos, lo invitó a pasar unos días de soledad, a su parcela de agrado. Según su descripción: en un chido [agradable] pueblito a 40 kilómetros de Santiago de Chile.
Llevaba de estadía en Malloco 10 días y se quedaría por una semana más. Todo dependía de una llamada que esperaba de Nueva York, para reunirse con el director de una serie que acababa de grabar y que yo nunca había escuchado. «Ángeles en América» se llamaba y estaban en la etapa de postproducción, arreglando un capítulo que había quedado mal iluminado.
La conversación había sido en un 95% de información que entregaba él y un 5% de mi parte. Claro que en mi porcentaje se contaban todas aquellas palabras que yo le corregía, ya que él las ocupaba con una acentuación distinta. A ver muchacho, me parece que en esto que hablamos estoy yo hablando más de la cuenta. Contame algo de vos, me planteó con un interés que me hizo pensar en todas aquellas veces en que sentí que mi vida no era interesante. Y empecé a enumerar una larga lista de elementos de los que él se mostraba totalmente reconfortado de escuchar. Hijo de padres separados, bueno para las fiestas, amante del fútbol y el tenis, y ¡bingo! Al Pacino era un fanático del tenis. Y cuando se entusiasmaba con un tema, se le notaba aún más su fusión de acentos mitad gringo, mitad argentino.
Admirador de Andre Agassi y Marat Safin, manejaba datos curiosos del circuito ATP, como por ejemplo que Safin era una especie de Chino Ríos, pero con más estilo. Nunca te iba a mear en una disco, pero sí te podía tirar un escupo en la espalda rumbo al camarín, si te lo topabas de malas. Según él, Safin siempre estaba acompañado por dos rusas gigantes, que le llevaban el bolso y las raquetas a todas partes. Me contó que alguna vez se lo había encontrado borracho en un bar neoyorkino, vestido de tenista. De Agassi, me decía que era el pelado más vanidoso que conocía. Yo me dediqué a escuchar sus historias. Pensé en algún instante en contarle las anécdotas del Chino Ríos, que por esos tiempos estaban de moda. Pero no lo hice. No quise perder protagonismo.
En esos días, como podrán imaginar, yo pasé mucho más tiempo con Al Pacino que con mi novia. Rechacé invitaciones a cumpleaños, las tocatas pachangueras típicas de invierno y aquellas fiestas en que siempre se terminaba borracho. Prefería quedarme jugando damas con Pacino, acompañados de un buen vino y escuchando el unplugged de Luis Alberto Spinetta, que era mi disco favorito en ese momento. A la larga, sería el único disco que Al Pacino se llevaría de su paso por Chile.
Un buen amigo, Andrés Canario, de los pocos que conoce esta historia, me ha increpado siempre por no haberle pasado algún disco de un grupo chileno. Lo pensé muchas veces y creo que tiene razón. Quizás pudo haber sido el unplugged de Los Tres o algún disco de Los Jaivas. Mi único argumento, es que en esa época yo estaba pasando por un estado de insomnio, que mi poca imaginación hizo que denominara «el síndrome de los duraznos sangrando». Algunos me decían que era producto del amor, otros por el desgaste de la bicicleta. La cosa es que sólo escuchar ese disco de manera reiterada, concentrándome en las letras del Flaco Spinetta, me habían curado y estaba volviendo a dormir. Como agradecimiento a su efecto, me había convertido en el principal promotor de Spinetta y de ese álbum en particular.
No se pierda mañana la segunda parte de esta historia