—Hasta que un doctor no atienda al paciente,
no le podemos suministrar ningún medicamento.
—¿Pero cuándo un médico la va a ver, por fin?
—Eso no podemos asegurárselo.
La hija le pregunta a la enfermera que cuándo atenderán a su mamá, que ella también es enfermera y conoce el protocolo, pero que cuándo, porque es de madrugada, lleva más de 24 horas en la sala de emergencias y todavía nadie ni la mira.
La madre, Doña Julia, de cabello canoso y piel hecha arrugas, observa medio arropada cómo su hija –de algunos treinta años, ojeras certeras y voz cansada– exige contestaciones, y cómo lo que recibe por respuesta es el credo protocolar. El mismo que su hija ya conoce hasta el hastío.
Un paciente que llega a la sala de emergencias del Centro Médico en Río Piedras no puede recibir ningún tipo de medicamento hasta que un doctor lo evalúe, y eso suena lógico, solo que en este hospital público pueden pasar más de 24 horas desde que una persona llega hasta que un médico la atiende.
Entonces lo lógico, pues ya ni tanto.
Algunos se cansan de esperar y pueden marcharse y pagar por una consulta privada. Pero son los menos. A la mayoría no le queda otra que quedarse y esperar a que alguien atienda su urgencia. Una cruda contradicción.
Como Doña Julia llegan decenas más con ojos perdidos, rostros temblorosos, seños asustados.
Por ejemplo Felipe, de 21 años, que arribó hace seis horas y descansa en una camilla porque tuvo un ataque de asma en plena sala de espera. Ahora, que respira más o menos mejor, orina al lado de su cama porque no hay un andador de suero disponible que le permita desplazarse hasta el baño.
En la madrugada sentirá dolor. Le soltará gritos a las enfermeras en un intento por ser atendido. Pero nada.
Se define la emergencia como “una situación de peligro o desastre que requiere una acción inmediata”, pero aquí ya casi es mañana y la mayoría todavía espera.
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El frío congela las expresiones faciales de quienes esperan junto a sus enfermos entre retazos de tela que suponen delimitar espacios de privacidad.
No hay suficientes sillas para todos. Algunos se sientan en el borde de camillas junto a sus enfermos. Extienden las rodillas lo suficiente como para lograr alguna forma del descanso, pero lo justo para lograr quedar plantado en el suelo de un tirón en cuanto aparezca algún médico que sume certezas, que dirima el tiempo de espera.
Se turnan asientos entre familiares. Una esposa, un hermano, un amigo, se ofrecen su silla cada cuanto, como para alternarse la incomodidad de esta fría, quieta e iluminada sala de hospital.
Pero aquí lo incómodo, más que con turnos, tiene que ver con faltas de personal, de equipo, de presupuesto, de formas de humanidad. Sequías que a corto y a largo plazo restan vidas.
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Ramón Santiago Maldonado, de 22 años, lleva 144 horas esperando en las afueras de la sala de emergencias sin querer entrar a ver a su papá, que está allá adentro pero a la vez no, porque sufrió muerte cerebral.
Ha dormido seis días en dos sillas de tela que echó en el baúl del carro cuando supo que a su padre lo trasladarían desde un hospital en Manatí hasta el Centro Médico en Río Piedras. Algunos tienen la capacidad, con datos básicos, de calcular la intensidad de las esperas que se nos vienen encima.
La madre de Ramón, que recién sale de la sala, echa su cuerpo sobre una de las sillas y llora. Ramón mantiene la quijada tensa, coloca sus manos sobre los hombros de ella, y gesta un modesto pero preciso modo de consuelo.
Minutos antes, el joven recordó que cuando su papá llegó al hospital por primera vez, aún había actividad en su cerebro.
“[¿Los médicos, el sistema?] No tomaron las medidas para lo que estaba pasando, y pues… él tuvo un sangrado craneal y lo transfirieron acá, y acá no… El corazón no le envió la suficiente oxigenación al cerebro… y pues… muerte cerebral”.
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Es terriblemente sencillo –y a la vez no–.
Mientras más un gobierno invierte en el sistema de salud de un pueblo, mientras más cuida de sus enfermos, más viven sus habitantes.
Hay modelos que consideran la efectividad de un sistema, de doctores, de equipo, de infraestructura disponible, de manera integral. A base de esas variables –es decir, de si abundan o no, de cuánta es su eficiencia– es que puede afirmarse que no todos los ciudadanos del mundo tienen el mismo tiempo para vivir.
O como intenta resumirlo una frase: la misma expectativa de vida.
Según el libro mundial de datos de la Agencia Central de Inteligencia, el concepto no solo comprende la tasa de mortalidad de un rango de edades, sino que también se considera una medida de la calidad general de vida en un país.
Para calcularla, se analiza el presupuesto del sistema de salud pública de cada territorio, su cantidad de recursos, elementos ambientales y otros factores.
En Puerto Rico, que la tasa de profesionales de la salud es de 17 por cada 1,000 habitantes, la expectativa general de vida al nacer hasta el 2016 era de 79 años. En el resto de Estados Unidos, 80. En Cuba, 79; en Argentina, 77; en Zimbabue, 58. En Afganistán; 51.
Números, empero, que intentan medir lo que ni remotamente cabe en cifras: la calidad general de vida de miles en un país donde la emergencia demasiadas veces tiene que hacerse paciente.
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Es la tercera vez que Carmen Rodríguez Guzmán, de 63 años, camina hasta la estación de enfermeras, un cuartelito con ventanillas de acrílico ubicado justo en el centro de la sala, para pedir que le cambien el pañal a su padre, de 86 años.
Los ojos de Carmen no se han cerrado por más de dos segundos desde hace 18 horas. Espera mientras varias enfermeras hojean y comentan un libro.
Noches antes, de ese mismo espacio, de ese cuartelito de paredes transparentes que pareciera querer ser la sede del personal en turno, surgían risas. ¿Desde dónde nace la risa cuando se está rodeado por tantas formas del dolor?
Será que ríen para sobrellevar ansiedades ajenas. Será que cuando hicieron del cuidado de los demás su profesión, no sospecharon que quedarían atrapadas por un sistema deficiente. Será que son víctimas de otro tipo de espera, y la risa bien que funciona como anestesia. Será que hace a uno inmune al dolor. ¿O todo lo contrario?
“Allá adentro el servicio es otra cosa. Una no pretende que te atiendan rápido, porque eso jamás, una sabe que hay condiciones… que están más delicaditos, pero… Los médicos son excelentes, eso sí… hay que decirlo… cuando te tienen que prestar más atención, te la prestan”, concede Carmen, y achica un poco los ojos.
Un pensamiento le cruza la mente, y lo libera en voz alta. Que con un trato más humano, tal vez esperar sería más “tolerable”.
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Uno de los estudios incluidos en el Informe de la Salud en Puerto Rico 2016 denunció “un desconocimiento sobre la manera, si alguna, en la cual se evalúan los servicios a nivel del sistema de salud pública del país”.
Para combatir dicha deficiencia, los investigadores sugieren que a partir del 2018 se comience a “evaluar el tiempo de espera que encuentran los pacientes para utilizar los servicios de salud en el gobierno de Puerto Rico”.
Es solo una de múltiples propuestas para reparar deficiencias del sistema puertorriqueño de salud pública. Cuántas dejarán de ser sugerencias y se harán verbo, toca esperar. Y fiscalizar el paso del tiempo.
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Doña Julia duerme. Felipe se arropa. Nada cobija menos que una sábana en un hospital.
Ahí el espacio, ahí las cortinas de tela, el frío cortante, la urgencia (mal)tratada. Acá la pregunta: ¿qué hacen tantas esperas en la sala de emergencias de un hospital?
Días más tarde, en otro establecimiento destinado al diagnóstico y tratamiento de enfermos, una mujer robusta de algunos cuarenta años y recién dada de alta parecerá esperar a alguien.
El sueño le irá cerrando los ojos, pero lucirá calmada.
Afuera la temperatura alcanzará los ochenta grados, pero vestirá medias, sandalias, camisa de manga larga y bufanda rosa. Hay fríos que incluso en las temperaturas más cálidas se nos quedan muy adentro.
Entonces Ramón se habrá marchado de Centro Médico, y al padre de doña Carmen, quizá, ya le habrán cambiado el pañal.
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Los nombres marcados en bastardilla son pseudónimos, con el fin de proteger la identidad de los pacientes.