Son las 9:45 de la mañana de un lunes en Santurce. En julio no hace falta sacar el deo por la ventana para pronosticar el advenimiento de islas de sudor adonde la axila conecta con el t-shirt, el deo en julio se usa para hurgar el interior de un ex pote de café instantáneo Rico en el que ahora descansa el cambio de todos los moradores de este, mi hogar dulce hogar. El ex pote de café instantáneo se ha salvado de un futuro proyecto conceptual, en el que todos los envases de vidrio desechados de la casa se rellenan con pequeños objetos encontrados en la ciudad (cabezas de muñecas, pedacitos de papel y plástico, caracoles y tarjetas de presentación de Tecni-Taxi) porque ha sido imposible removerle la etiqueta en la que todavía, a prueba de detergente, esponjas 3m y cepillitos, puede leerse en una tipografía elegida por un diseñador criollo en la tarde de algún otro julio espeluznante: Rico. En el pote hay monedas de todos los tamaños. A la primera sacada me salen dos pequeñitas en las que una antorcha y dos maticas comparten el espacio interior de un círculo que dice United States of America One Dime. Pero estoy buscando algo mejor, tres pesetas o sea, three quarters of a dollar. Éstas, por lo general, llevan un águila mirando a la derecha y del otro lao un señor con un corte de pelo digno de un peinadito que lleva mi roomate cuando pasea su Boston Terrier por la Ashford. La guagua acepta monedas de otra denominación, pero los placeres del peatón son tan pocos que si puedo evitar el que 9 pedazos de níquel encuentren el final de un bolsillo que me llega a la mitad de la pierna, lo haré. Eso dicho, lo más probable es que ya me haya duchado y colocado unos pantalones en los que depositar mi próximo pasaje, lo que no necesariamente significa que esté saliendo por la puerta pues siempre hay unos minutos que dedicarle a una última consulta en Google, tras un free downloadable footage de niños cosiendo Adidas en alguna jungla centroamericana que pienso utilizar para un video de mi banda. El material descargable gratis no aparece, pero aprovecho y chequeo un foro sobre el sexo oral en las religiones africanas y posteo par de flyers del próximo evento de Olora Records, el sello disquero que he fundado con unos cuantos talentos imposibles del arte escuchable. El sonido que produce el motor de una guagua de transporte público se parece mucho a una planta de energía eléctrica de emergencia y, por un instante, cuando una se detiene bajo mi ventana, me remonto a los paisajes acústicos de mi patria, adonde a fuerza de apagones el silencio se ha llenado de estas máquinas de hacer hollín, y ruido y una lagrimita sucia de polvo rueda hasta el teclado de mi Mac. Sí, esa era la B21, mi B21, la que habría de llevarme a tiempo a San Juan, adonde trabajo en un hotel de 2 estrellas y media para pagar mi renta, comprar Honey Bunches of Oats y leche. Ahora que sé que voy a llegar tarde me lo tomo con más calma, abro la puerta y encuentro en la escalera un vasito plástico en el que alguien (Don Francisco, mi vecino de abajo) ha depositado tres colillas de Marlboro Lights y una notita pegada al vasito con tape transparente que dice “usen ceniceros o algo, no me tiren colillas en el patio”. Guardo el souvenir en mi bolso para tener un punto de comparación cuando me empiecen a dejar dedos de gente y cabezas de lagarto frente a la puerta, desarrollo el subsiguiente capítulo de CSI hasta el lugar adonde espero la guagua, el paradox de la Ave De Diego y la Loíza, frontera entre el culipandeo toleranticista de Condado y el topekismo bachata friendly de la Loíza, adonde los dos universos se rozan las trompas con la bullita del Honda Civic destartalado recién comprao por un plomero sin certificación pinchándose las gomas sobre ciclistas fisiculturistas y otros correcaminos metrosexuales en general. Esta es mi esquina y la he hecho mía porque en este aleph del transporte urbano boricua puedo ver a un tiempo desde aquí que van bajando las B21 por la De Diego, semivacías, de dos en dos, a veces de tres en tres, una detrás de la otra, cada 45 minutos, para la queja colectiva de doñitas y morenas que limpian hospitales y centros de convenciones. La A5, viene repleta y usualmente tarda menos, por lo que me coloco más cerca de esta última, lista para correr los 30 metros hasta la otra en caso de estar calculando mal. A mi derecha, comparten mi agonía dos muchachas de Ohio discutiendo el panorama político actual y a mi izquierda un museo de pústulas, que al compás del ruidillo de su bolsa de Doritos llena de pesetas se interesa por la biografía de Lin Chi que pretendo leer gracias a un interés más estético que religioso que trato de sacudirme desde hace diez años. -El Tecato: ¿te gusta la lectura? -Yo: a veces -El Tecato: ¿Lin Chi? ¿Ése es el que le daba golpes a sus discípulos para que se iluminaran? Golpe enciclopédico el del tecato que me transporta a una dimensión en la que yo y todos mis hermanos caribeños hemos aprendido nuestra lección, hay pan y bicicletas for all, la ropa veraniega te la regalan a cambio de una recitadita de lo mejor de Musil y Los Panchos. En sincronía con mi tufillo místico puedo leer la palabra puñeta en los labios de las doñas que esperan la B21 en la De Diego secándose la frente con las mangas de algodón o con pañuelos desechables que sacan bien rápido de la cartera, a Lin Chi ya le han nacido tres hijos de una concubina sordomuda y el Tecato improvisa tremendo guaguancó con sus monedas. Puedo esperar cinco minutos más y así sucesivamente pero el mismo deo que suda detrás de unas monedas asquerosas se levanta junto a sus compañeritos en algo parecido a un saludo y aunque el ride en taxi le cueste tres horas de trabajo, detiene uno. El taxista abre la puerta y se me congelan los huesos, me dice “hasta San Juan son 15” y yo le digo que sí con la cabeza, luego él me pregunta que si yo pensaba coger guagua, que si yo estoy loca, que eso es para los dominicanos, las sirvientas y los tecatos, y en un segundo imagino un carrusel en el que esas tres palabras dan vueltas a 1,000 millas por hora como caballitos anfetaminados y yo voy saltando de un caballito a otro con un solo pie. Cuando la visión ha teminado le digo “exactamente” y sin decir por favor lo mando a apagar el aire.
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