Una azotea en Santurce recibe a cuatro amazonas a las 10 de la mañana de un jueves, en vez de lanzas palos que terminan en un artefacto cilíndrico llamado por la gleba “rolo” rodeado por una mota de pelos de chiva que tras ser bautizado en pintura verde sapito santiguará todo el murito que bordea dicho techo, para protección de borrachos, mascotas y demás especias aromáticas. Las mujeres también traen plantas ornamentales, medicinales, reales y de plástico, madera a la que un muchacho sin camisa que acaba de regresar de sembrar maticas de luz en un parque nacional en California saca los clavos que le quedaron a la madera de su última vida, en una producción publicitaria, un comercial de una cadena de ferreterías para toda la familia. Para la construcción de los sets imaginarios de casas a las que la ferretería del comercial en cuestión ha brindado su gloria y subsiguiente resistencia, se utilizan los productos de la ferretería real (martillos, sierras, brochas, taladros, paneles, fuentes en miniatura, losetas, tornillos, carretillas, etcétera, etcétera, etcétera). También es cómico que una azotea en Santurce reciba las atenciones póstumas de dichos artefactos, una vez desechados por la producción, que construye espacios de ficción, sólo habilitados para la vida efímera que las cámaras necesitan. La azotea es lo que quedó después de que se construyó un pequeño estudio en el que han vivido, y ahora viven, descendientes directos de Canoabo, primer preso político de América, y es que en Santurce, todos descendemos de alguien importante, ya sea Trujillo, Josie Esteban o La Patrulla 15. La casa que sostiene dicho techo fue diseñada en el estilo seudovernáculo de la mitad del siglo 20 que los caribeños educados de clase media alta podían dibujar por sí mismos. El aire corre de adelante pa’ trá y de un lao a otro, lo que quiere decir que un vientecillo trae desde Ocean Park sutiles melodías boleriles y que desde la Baldorioty se siente el pulso de bocinas y esqueletos yendo a trabajar en la mañanita tropical de la Mega. Pero la casa no es ahora nuestra protagonista, pues rencillas familiares que nos complaceremos en llamar nostalgia, han mantenido la casa vacía y sin un letrero que diga en letras rojas bien grande SE VENDE o SE ALQUILA. Aunque al fondo del patio, en un espacio que pertenece, y no, a la casa, se ha configurado un estudio fotográfico adonde un barbudo de ojos más salados que el corazón de las amantes que Barba Roja dejaba preñadas en La Tortuga documenta el actual estado de cosas, la toma del poder de las cucarachas y la geografía extraordinaria de islas que podrían muy bien ser caras de deambulantes adictos a la anestesia de caballo en el Viejo San Juan. Para subir a la azotea hay que obviar el estudio y encontrarse con un perro al que algún borracho ha nombrado Lloréis, que se conoce como la palma de su pata todas las callejuelas adonde la basura es grata en Santurce, porque con tanto comedorcito quisqueyano y tanta barrita jíbara la basura es siempre abundante, y por las esquinitas el hocico de Lloréis encuentra fondos de Medalla sobre los que la lengua se apresura. Ya las garrapatas hacen fiesta contigo cuando las mujeres dan los últimos toques a una tarima sobre la que en unas horas habrá de acabarse el mundo, bajo la prodigiosa barbacoa punk de Macha Colón y los Okapi, en una fiesta en la que boricuas hartos de mejillones, dominicanas que limpian cuartos de hotel, haitianos que visten chacabanas extralarge y escriben estudios sobre el agua potable, alemanas que escriben ensayos sobre haitianos que beben agua del mar sin marearse, nuyorican bitches de uñas de tres pares de cojones, morenos americanos que no se lo pueden creer y gringos que han venido a darse cuenta de que Lincoln era racista hace más o menos dos semanas bailan el pasito del pingüino que tanto promulgara como ley universal mi compatriota, el excelentísimo Caballo Mayor, Johnny Ventura. La razón es un cumpleaños, como podría ser el triunfo de un boxeador boricua, la culminación de un proyecto (un disco, un libro), una tarde que picó y se extendió o la liberación definitiva del territorio puertorriqueño. La gente se contorsiona, aplaude, ladra y de la escalera surge una Mariantonieta mulata que antes de hacer entrada se reparte en besos franceses entre los androginistas de la izquierda teatral. También están las estrellas del movimiento alterlatino y de la nueva salsa-rican, el chocolate con trocitos de hongo alucinógeno y la criticadera del menos cercano, mejor amigo, Dios te guarde, vaya con Dios, la Policía. Doce mancebos uniformados que miran hacia arriba como tratando de desentejer la obtusa matemática que los hace permanecer allá abajo, a esta hora de un sábado, escuchando las razones del biólogo marino en muecas por el perico sobre el porqué para dicho evento no se había sacado un permiso y de cómo íbamos a bajar la música que según los agentes del orden se escuchaba en Río Piedras y hasta se habían empezado a recibir llamadas de Caguas y más allá. A la tercera razón, que viene de verde, el más robusto de los muchachos se aplaca y nos deja seguir, del techo llueven flashes sobre la negociación y una profesora de improvisación se levanta la falda para dejar ver un lunar azul sobre el pubis afeitado, mientras su marido no se decide a utilizar la palabra hipocampo o hipopótamo, bajo la mirada de una escritora dominicana que le envidia lo bajito y lo que en su bolsillo daría para hacer feliz a media fiesta. Cuatro horas de baile frente a un dj que llegó de Dallas para hacer que el reggae le dé un tumbe al reggaetón ya la gente empieza a amputarse miembros y a colocarlos en las sillas y el piso, el sol sale y alumbra estos residuos, de los que se evapora un tufo a cerveza y Brugal venido en ferry, a ceniceros más excesivos que una novela cubana y a sueño. El sol no perdona y así como en agosto la ropa se seca en una hora, la azotea bajo una hora del astro se queda vacía, sin discos ni neveritas, un hermoso rectángulo de cemento y al fondo, las antenas.
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