Sex & the City: esa esquina cultural que ha sido culpada por acontecimientos tales como la muerte del feminismo tradicional (como el que promulgaba la escritora Gloria Steinem) y la de la ciudad de Nueva York (como la que visualizaba el cineasta John Carpenter), fue el primer lugar donde, en una de esas noches horriblemente ociosas, escuché el nombre. Lo único que recuerdo de aquel episodio es el “MacGuffin” (término acuñado por Alfred Hitchcock, comúnmente utilizado para describir un “aparatito” en la historia, por sí solo irrelevante, que sirve para mover la trama): una edición especial de una cartera de mujer Louis Vuitton, decorada con un patrón estridente de colores primarios que se asemejaba más a una cartera de juguete que a una de lujo de la (hasta ese momento) conservadora firma de bienes consumibles. Le llamaban la “Cartera Murakami”, y esa fue la primera vez que vi un trabajo de quien ahora es considerado el artista pop contemporáneo más importante del mundo, Takashi Murakami. Las colaboraciones de marcas de lujo con artistas gráficos del momento tienen su historia. Ya para los años setenta, la BMW desarrollaba el proyecto “Art Cars”, comisionándoles a varios artistas que pintaran distintos modelos. Andy Warhol y Roy Lichtenstein pintarían los exteriores del M1 y el 320i, respectivamente. Warhol y Lichtenstein eran la personificación de la época en que la escala del arte se torció al punto de que lo artístico y lo comercial –extremos opuestos– se encontraron en un círculo, siendo aceptado el concepto de que lo comercial puede ser artístico y viceversa, sin que se le restara credibilidad al artista comercial, y añadiéndole credibilidad artística a los comercios auspiciadores. En el caso de Warhol y Lichtenstein con BMW, se dio un nexo entre arte y automóvil, ámbitos culturales que no son terriblemente disímiles y que, de vez en cuando, se les ve paseándose los fines de semana agarrados de manos en los parques. Pero el arte, masa amorfa cuyo afán es alimentarse de todo y de todos, recombina el DNA subcultural de las regiones en que se desarrolla. El arte y el sufrimiento son cosas prácticamente simbióticas, mientras que la política y el arte siempre han sido enemigos íntimos. El arte, la moda y los excesos: una bestia de tres espaldas. Pero el arte y la cultura del “geek” han tenido una relación similar a la de la modelo y actriz Milla Jovovich con los “nerdos” que la adoran: “Me alegro que te guste mi trabajo pero, por favor, mantén la distancia”. Con Murakami, esa distancia se ha acortado al punto de la contaminación. El tipo “geek” es fácilmente identificable por los que hayan tenido la suerte de haberse criado con cable básico. No es un término con una traducción literal (irónicamente en España se le conoce al “geek” como “friki”, que es, a su vez, un anglicismo derivado de “freak”). Es el fanático de cosas como los cómics, los videojuegos, la ciencia ficción y sus ramas anexas. En el Japón de Murakami, a los “geeks” se les conoce como “otakus”. Al igual que Lichtenstein se apropió del estilo de las tirillas cómicas de la era dorada, Murakami no tan solo lo hace con los estilos de las japonesas, sino que se confiesa como un “otaku”, influenciado por el “manga” japonés. Sugestionado por Osamu Tezuka (“dios del manga”, por muchos considerado como el Walt Disney japonés, y creador del personaje “Astro Boy”) y Leiji Matsumoto (cuyo “Capitán Harlock” me mantuvo entretenido durante varios sábados televisivos), Murakami utiliza la tendencia japonesa de lo “kawaii” (que describe algo bonito o adorable) para explorar complejos psicosexuales de esa cultura. Como muestra un botón, y ese botón viene en la forma de una de sus esculturas más famosas y controvertibles, My Lonesome Cowboy, que muestra a uno de esos héroes estereotipados del “manga”, rubio, de pelo puntiagudo, de ojos grandes y de facciones femeninas, desnudo y en pleno acto de onanismo estilizado. Como corolario del valor artístico que se les ha otorgado a los trabajos de Murakami, la escultura fue recientemente rematada en Sotheby’s por la friolera de quince millones de dólares. En Tokio se persigue cualquier cosa que emita un vago olor a vanguardismo de manera agresiva, convirtiéndose la moda en una de las obsesiones culturales más notables. Esa actitud, combinada con la afinidad japonesa por el “manga”, ha hecho que otros artistas pop japoneses hayan sido elevados al panteón de íconos culturales contemporáneos. Ése es el caso del diseñador Tomoaki “Nigo” Nagao, cuya línea de ropa “A Bathing Ape” (conocida entre sus fanáticos como “BAPE”, una referencia directa al clásico filme El planeta de los simios) y sus constantes colaboraciones con Pharrel Williams del colectivo musical N.E.R.D. (en las líneas de ropa Billionaire Boys Club y Ice Cream) les han dado una visibilidad comercial tan enorme como la de su compatriota y amigo Murakami, en y fuera de Japón. Además de ser un ícono de la moda en el mundo del hip hop, Nigo es el orgulloso dueño de una de las colecciones de “memorabilia” de Star Wars más grande en Japón. Yoshitaka Amano, pintor que –aunque respetado y admirado por su estilo de arte tradicional japonés– es más famoso aún por ser el artista conceptual de la serie de videojuegos Final Fantasy. Esta ola forma parte de lo que podría ser un síntoma de la persistente curiosidad occidental por las peculiaridades de esa cultura oriental, que cada vez tiene más influencia en la psiquis en este lado del globo. Como prueba de ello, véase la reacción masiva a la reciente muestra homónima de Murakami que estuvo exhibiéndose hasta el pasado 5 de julio en el Brooklyn Museum. Allí, las pinturas de florecitas coloridas estuvieron compartiendo espacio con enormes esculturas que desafían la percepción tradicional de lo bonito y lo grotesco, producto mutante de Hello Kitty y las esculturas del sueco H.R. Giger. Sus colaboraciones con Louis Vuitton no se han limitado a la icónica cartera, sino que fue comisionado por Marc Jacobs para hacer un nuevo patrón visual que han llamado “Monogrammouflage”. Como podrán imaginarse, es lo mismo que describe su titulo: el patrón del logo de Vuitton superimpuesto sobre colores de camuflaje. Mazinger: grandes máquinas de destrucción en colores llamativos, piloteadas por antihéroes andrógenos y villanos moralmente ambiguos. Elementos comunes en la dieta visual de una generación de puertorriqueños que se dejaban embelezar cada sábado en la década de los ochenta. Para mucha gente que se encuentra atrapada en ese apartado demográfico, hablar de cosas como animación japonesa es algo que usualmente se relega al gueto de “memorias de la niñez que sólo se mencionan en contextos nostálgicos”. Dios los libre de señalar que, entre las influencias de Velázquez y Munch se encuentran Go Nagai o Leiji Matsumoto. Si tuviese que explicarle el fenómeno del arte de Murakami a un antropólogo cultural, utilizaría la santería. En dicha práctica, los santos son versiones encapuchadas de divinidades africanas. Por ejemplo, los esclavos negros en Cuba vestían a Changó de Santa Bárbara, dándoles a las divinidades africanas una manera de invadir la conciencia social occidental. En gran medida, el arte de Murakami y sus contemporáneos representa para los “geeks” algo similar. La iconografía del “otaku” infiltrando el mundo del arte, vestida muy de moda para el consumo de la elite creativa.
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