Olvidar la múltiple y rica diversidad del Caribe es casi tan atroz como el acto de ostracismo en el cual nos sumergimos cada vez que estalla una crisis de plátano o de esperanza, da igual. En cada uno de nosotros se pierde un avestruz que no reconoce la burundanga racial, el split antropomorfo de nuestras raíces, la necesidad inocua de recuperar la mirada de la mosca para vernos en el gran berenjenal que somos, en la multitud acorralada, agresiva y turbulenta de Memorias del subdesarrollo, película de Gutiérrez Alea. No como la unión de lo diverso, sino como la justa espacialidad imaginaria de los pueblos que componen el litoral de islas betunas, como les decía Palés; por donde viajaba un barco que anda y anda sin timonel, como les decía Guillén. Negras y al garete, las islas se esparcen dentro de un movimiento parecido al de las hormigas. El Caos caribeño, en letras mayúsculas como lo utiliza Benítez Rojo, donde pese al desorden se repiten dinámicas y órdenes internos, en su sempiterna violencia, no podría ser mejor descrito que como una enorme muchedumbre hambrienta y amorfa que devora sistemáticamente todo a su paso. No podría ser de otra manera, porque la diversidad racial no es otra cosa que la extrema necesidad de comernos a nosotros mismos. Sin embargo, ¿qué fuerza mágica nos ha colocado una pared invisible para replegarnos y rechazar a aquel Otro, en este caso una parte fundamental de esa mezcolanza, el negro, tal así como el recolector de cocos en tarjetas postales en sepia, trepado en las palmas como los monos, negros violetas que asemejan una proximidad mayor a nuestros ancestros de los árboles? ¿ese mismo negro que la cultura popular llama por la herencia de “¿y tu agüela, aónde está”? Tributados de las plantaciones a través de todo el meta-archipiélago en que se compone este preciso punto de la nada planetaria, los negros han sido ese Otro marginal, subalterno, vilipendiado y oculto como el rostro que no se quiere ver ante el espejo, tan absurdo como si se pudiera esconder el cielo con las manos. Unas de las ramas de este tronco colosal caribeño se esparció por Centroamérica: los garífunas. Descendientes de esclavos africanos, llegados de la isla de San Vicente, con el tiempo se mezclaron con los caribes, llamados kalipuna, de donde puede haber surgido el término garífuna. Bien sintiéndose indígenas o africanos, eran negros y libres. Por ello, los ingleses, ante la amenaza de un grupo fuerte y dominante, los expulsan en 1797 hacia la isla de Baliseau, donde, de los cinco mil que fueron embarcados, muchos mueren de fiebre amarilla. Serán repatriados a Centroamérica. Los garinagu, en plural, se dispersan por el litoral centroamericano entre Honduras, Guatemala y Belice. En la literatura, el poeta hondureño Claudio Barrera fue el que mayor exposición les da con una poesía de la negritud, con sus construcciones lingüísticas onomatopéyicas que tanto estuvieron en boga. En el 2001 la UNESCO declaró al grupo étnico como una obra maestra del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad. Dentro de su riqueza existe una estruendosa mezcla entre negros, caribes y arahuacos, con una expresión oral producto del inglés, el africano y el kalipuna, y en su religión existen elementos del cristianismo, de la cultura africana y ritos indígenas. Con su exotismo a flor de piel, sin duda alguna, éste es un perfecto hijo del Caribe. Cuando Wingston González (1986), poeta garífuna guatemalteco, recalca sobre esa extranjería racial, ese Otro extrañado, escribe que “la noche también es droga oscura e iluminista/ que nada es que la patria sustituya su niño exótico”. También en su poema “Año Nuevo” se festeja ese ritual exótico de la fiesta negra, de los estereotipos que le rodean, pero de otro modo; ahora las onomatopeyas ya no existirán sobre el cuero del tambor y el yancunú de los máscaros, su danza. Ahora la celebración vacía, sin sentido, cae bajo la desesperanza de los ritos urbanos: New York, el cine, las cámaras. Dice en otro poema: “Estamos más perturbados/ que el pueblo de Dios/ bailando salsa en Jericó”. Y la cristiandad somete al negro a sus propios demonios musicales, y el efecto es circular, se vuelve a la pachanga, al bembé, al lugar donde “se hizo adjetivo de alegría, baby”. Es el eterno retorno del negro al azúcar amarga que tanto sudor le hizo verter: “¿Y quién juega con nosotros, quién?/ la débil tranquilidad, sí, el azúcar”. El garífuna sueña con un año nuevo, una vida nueva, es “la prueba del nueve”, como una cábala, un incierto destino entre bananeras, sudor y sexo. Y en todo ello, el espacio se inunda de música, del Caos con mayúscula de Benítez Rojo, de un orden cíclico en el desorden, en la nada magnífica de nuestra no-existencia. Es ésta, la ruidosa armonía del latido de existir cuestionándose la razón misma de la vida: la sobrevivencia. Por ello, “la música de esta hacienda que se aparea/ con la demencia, ñam, la música, sí” parece como si no le hubiesen pasado los años y su raíz de agua y tierra imaginada fueran todavía una utopía sustentable. No hay remedio. Comemos así lo que somos, bailamos y fornicamos con nuestra muerte, sonreímos a la multitud que nos habita en un Caribe invisible. Aquí todos somos garífunas.