Envuelto en un sudario de páginas de poca calidad, cargado de detalles y con una fisonomía que delata su origen y genealogía, el texto Suicidario del monte Venir, del colombiano Gustavo Bolívar Moreno, resucita el cuerpo chamuscado del realismo mágico garciamarquezco. La editorial Oveja Negra le dio por mortaja a este Lázaro literario un sarcófago liviano con inscripciones novelescas tipo Televisa y no prestó atención a los detalles de la escritura y la ortografía y, en ocasiones, hasta olvidó el estilo en los subtítulos. Y aunque podríamos alegar que usualmente existe una correspondencia entre el sepulcro y el cadáver que éste cobija, sabemos todos que históricamente también se ha dado que, con el fin de ocultar un cuerpo importante que no debe ser profanado, se inserta en una cripta desigual para mantener a los saqueadores de tesoros al margen. Pero también podría darse lo contrario en estos tiempos en que los libros han dejado de ser aquellos aburridos cadáveres atiborrados en la antigua morgue de las muy seriotas y recatadas bibliotecas y se han convertido en el cuerpo bello que, aunque siempre moribundo, coquetea en las mejores mesas y vitrinas de las seductoras librocafeterías. Propongo que algo así ha ocurrido con la última novela de Gustavo Bolívar, también autor de Sin tetas no hay paraíso y guionista de televisión, y que la editorial ha confundido el contenido de su obra con una miniserie segundona de Televisa. Le ha puesto una carátula que tal vez comprarían algunas amas de casa que buscan novelas rosa y una que otra modelito que quiere fingir que lee mientras piensa cómo hacerse las tetas para encontrar su paraíso. De una u otra forma, el suicidiario ha atraído a decenas de miles de lectores que superaron el horror de la carátula. La historia de El suicidiario es narrada en primera persona con imágenes prestadas del catálogo del Romanticismo por uno de los sujetos que, poseído por los delirantes deseos que despertaba en todos los candidatos a suicidio la coqueta e intocada Juana Margarita, se lanzó sin remedio desde el árbol que coronaba el acantilado. Igual que los Buendía, la estirpe de las Vargas surge a partir de la fundación de un pueblo remoto en el que vino a refugiarse de las autoridades Juan Benjamín, el primer suicida. El monte Venir es el minotauro del laberíntico bosque de Gratamira al que se le ofrecen los vírgenes suicidas, porque todos los vivos somos vírgenes ante la muerte. A partir de que Benjamín “descubriera” Gratamira y se lanzara en un acto liberador desde el pico del monte, surge la narración de una nueva Teogonía, distinta de la de Hesiodo pero en la que, con una mezcla de imágenes y onomástica del Génesis y de otros mitos cristianos, así como de obras tan medulares como el Decamerón, las 120 jornadas de Sodoma y la Divina Comedia, se teje el origen de una nueva utopía, que en lugar de partir del nacimiento, parte de la muerte. Inevitablemente toda la descendencia de Benjamín heredará su gen suicida, que será explotado como un comercio por las cuatro ninfas Vargas que transforman el monte en un suicidiario al que llegan personas de todos los confines a poner fin a su vida. Cada suicida se convierte en un huésped en tránsito que deberá pasar por la habitación de cada una de las Vargas y cumplir con el ritual que éstas han inventado como preparación para la muerte. El libro está dividido en dos partes. La primera de ellas es la base de la historia y los acontecimientos que tejen la trama fantástica de monte Venir, y la segunda es una larga nota explicativa en la que se deshila el tejido de la trama y la obra termina perdiendo gran parte, si no la totalidad, de su valor literario por hacer venir a menos todos los misterios que destilaban la dulce ambrosía de la extrañeza de un mundo mágico liderado por leyes indecodificables. Tras leer unas 150 páginas que reinvindican el innegable derecho que tenemos todos a morir, enfrentamos con decepción una segunda parte en la que se encuentran sobrevivientes del prometedor salto al vacío y damos con historias de suicidas acomplejados, traumados e infelices que ponen fin a su vida por faltarles el valor para vivirla. Entonces la narración se torna cursi y pseudorreligiosa con adornitos new age acribillando dramáticamente la genial idea de un lugar al margen de la regla moralista que privilegia la vida como derecho paradójicamente obligatorio. Sin duda, la muerte (sobre todo la autoinfligida), y no el sexo, es el gran tabú de la cultura occidental. Esta novela es una revelación, no necesariamete por la historia que narra, sino porque aborda con total naturalidad estética el tema del suicidio. Toda la primera parte resulta ser una apología del acto suicida como eutanasia decorosa y de altura, en contraposición a la vida como espacio de la decrepitud y la desazón, palpables en algunas citas genialmente construidas por las Vargas como parte de la oferta letalmente seductora de su hospedaje: “Es absurdo temer a la muerte cuando toleramos con pusilanimidad una vida terrorífica y vacía”. “Nadie tiene la obligación de soportarse a sí mismo”. “Vivir sin dignidad es una humillación que ningún ser vivo debería soportar”. El monte Venir es la alegoría de un refugio al margen de la locura de un Estado que no sólo pretende regular los cuerpos de sus ciudadanos sino también controlar su acceso a la muerte, condenándoles a soportar la dictatorial idea de que la vida es un privilegio irrechazable. Y la realidad es que enfrentamos a un Estado que regula incluso las relaciones del ciudadano consigo mismo. Sin embargo, aunque fugazmente, Gustavo Bolívar nos permite pararnos en el umbral de un mundo en el que el suicida no es el típico sujeto sufriente sino más bien un sujeto preclaro que sabe que ser dueño de la vida lo convierte legítimamente en el propietario de su muerte.