En cuanto a símbolos fálicos se refiere, la guitarra eléctrica está justo al lado del carro deportivo y un escalón por encima de la ametralladora. Al ser instrumentos míticos que dan poderes especiales a aquellos con la suficiente dedicación para aprender a usarlos, hay quienes dicen que estos talismanes son capaces de crear fuego, llamar al trueno y hacer desaparecer la ropa interior de las que escuchan su sonido. De hecho, creo que ese último detalle está científicamente probado. Pero aquellos con la suficiente suerte de poseer una guitarra eléctrica rápidamente se dan cuenta de que dicha posesión conlleva dos tareas que, al probar la paciencia, separan al músico dedicado del mero diletante: ponerle las cuerdas y afinarla. Una tarde, mientras observaba al Sr. Luis Armando Cintrón, músico a tiempo parcial y pícaro a tiempo completo, ponerle las cuerdas a una guitarra eléctrica, supe que había pocas cosas que le causen mayor desagrado que el acto de amarrarle las cuerdas a una guitarra. Es un acto incómodo, tan incómodo como puede ser manejar texturas metálicas entre los dedos, pero ese tipo de tarea es algo que, como los defectos de una pareja, son cosas con las que uno tiene que aprender a vivir para poder mantener una relación; en este caso, la sagrada unión que existe entre una persona y su guitarra. Luego de haberle cambiado las cuerdas a la guitarra, se dispuso a afinarla de oído, mientras hablaba de soñar con ansias locas el día en que “tuviese disponible un roadie para no tener que bregar con esta mierda”. Fue en ese momento que le mencioné que la compañía Gibson (que junto con Fender ha tenido la última palabra en artefactos musicales sexualmente sugestivos) había desarrollado una guitarra que se afinaba sola. La Gibson Dark Fire, es uno de los nuevos modelos de guitarra que ha sacado Gibson, sucesora de la Gibson Robot, cuya característica más llamativa es que, para afinarla, sólo se necesita darle vuelta a una perilla a la cual Gibson llama el “Master Control Knob”. Esto activa motores colocados en las clavijas que tensan las cuerdas de manera precisa sin tener que tocar una nota. La sugerencia, como es usual entre nosotros, no fue recibida con asombro, sino con escarnio. Aparentemente, según el Sr. Cintrón, Jimmy Page usaba una guitarra que se afinaba sola en los sesenta, lo cual suponía que las guitarras nuevas no eran realmente innovadoras. Por supuesto, la discusión se desvió y degeneró en un debate sobre los méritos como guitarrista de Page quien, según un compañero de nosotros (cuya identidad protegeré por cuestiones de seguridad), fue estafado por el diablo cuando decidió vender su alma para poder tocar cosas como “Stairway to Heaven”. Y fue precisamente en ese momento que pensé que, al final del día, si las guitarras empiezan a afinarse solas, ello sería el comienzo del ocaso de los roadies, veneradas figuras en el canon de la música popular como los soldados de fila que evitan que sus artistas favoritos se electrocuten cuando suben al escenario. Según cuentan las leyendas, Ned Ludd (personaje folclórico inglés cuya existencia es cosa de debate entre los historiadores) se convirtió en un héroe del proletariado del siglo 18 cuando en 1779 destruyó dos máquinas de fabricar textiles en un ataque de furia. Desde ese entonces, el término luddite se ha convertido en sinónimo de varias cosas, entre ellas, el humanismo reaccionario ante la revolución industrial, y el miedo irracional al progreso y la ciencia, dependiendo de en qué lado esté uno en el espectro ideológico. En mi caso, el cuento de Ned Ludd sólo sirve de inspiración para relatarles el siguiente escenario hipotético. Imaginen ustedes una fábrica de guitarras que no sólo han aprendido a afinarse solas, sino que lentamente han ido adquiriendo habilidades más peligrosas, como corregir las notas fallidas de guitarristas mediocres y ajustar el tono de acuerdo a cómo las trata el artista. Serían instrumentos cuya autosuficiencia reduciría los roles de los roadies a cargar amplificadores y enchufar los cables de las luces. Con su razón de ser en el ámbito musical disminuida, estos se verían como los samuráis de Kurosawa: sin dirección y obligados a asumir tareas no relacionadas con su vocación para mantenerse. Sería algo sumamente indigno para personas que han dedicado su vida a lo que, parafraseando a Thomas Pynchon, es una de las pocas vocaciones honorables que quedan: rockear. Un acto de sabotaje es lo único que se necesita para comenzar una revolución, ya sea literal o metafórico. En el caso que nos ocupa, sólo haría falta que alguien con las destrezas básicas de un luthier entre donde estén almacenadas esas guitarras y, con una cantidad razonable de alcohol dentro de su sangre, comience a destruir las guitarras automáticas una por una. Corriendo por los anaqueles y regando botellas de whiskey con fuerza huracanada, pegándoles fuego a las máquinas que tanto daño le harían a tan ilustre profesión, todo al son de “We are the Road Crew”, de Motorhead. Reafirmarían su derecho a seguir existiendo y creando consciencia sobre el problema que causaría criar una generación de rockeros que no sepan lo que es afinar una guitarra. Y, mientras las guitarras arden, el humo les olerá a justicia, porque como todo aquel que haya visto las películas de Terminator o The Matrix sabe, las máquinas nunca se conforman con sus roles limitados y siempre quieren más. De afinarse solas a tocarse solas hay sólo un brinco, y eso no se puede permitir. Entonces, de entre las cenizas surgirá una sola guitarra automática que, aunque ligeramente chamuscada, funcionaría perfectamente. Esa será la que yo me ofreceré a custodiar, porque alguien necesita llevar la pesada carga de recordarle a la humanidad los errores del pasado, guardándola con recelo para evitar que caiga en las manos equivocadas, y aprovechando que cada vez que la quiera tocar sólo tendría que darle la vuelta al botoncito del Master Control sin tener que pasar el trabajo de afinarla.