La fascinación ancestral que el hombre ha mostrado por el cuerpo apunta con certeza a la muerte. El cuerpo es la marca más indeleble e inmediata de la mortalidad. La exposición Cuerpos llegó a Puerto Rico hace poco más de un mes y ha creado eufóricas visitas y críticas. Los sujetos de distintas metrópolis alrededor del mundo han ido en tropel a mirar e intentar participar del teatro anatómico posmoderno. El catálogo de esta exposición es una versión colorida de las ilustraciones de De Humani Corporis Fabrica (La fábrica del cuerpo humano) del anatomista Andreas Vesalius (1543). Sin embargo, contrario al denominado “Siglo de las Vísceras”, en el que la gente acudió a los teatros anatómicos a descubrir la estructura y los secretos del cuerpo humano en una experiencia única repugnantemente acompañada por el hedor, la corrupción y putrefacción del cuerpo, en el siglo XXI (“Siglo del Morbo”) los curiosos de ciudades altamente alfabetizadas han corrido despavoridos al encuentro con cuerpos ascépticos y, por ende, en cierta medida “desnaturalizados”. Han ido a ver de cerca su propia corporeidad en la versión más artística, puesto que un cuerpo muerto que no hiede no puede ser más que una obra de arte. Los cuerpos de esta exhibición han sido preservados por medio de la técnica de plastinación o preservación con polímeros, mediante la cual cuerpos reales quedan convertidos en esculturas de goma mientras mantienen la apariencia y textura del cadáver en el momento en que todavía conserva la belleza que antecede a la putrefacción. Este catálogo anatómico, al igual que la galería de cuerpos, tiene dos propósitos claros, según sus creadores: la función social de democratizar el saber y el acceso al conocimiento entendido hasta el momento como de índole exclusivamente científica y, por otra parte (ésta seguramente más controversial o interesante que la primera), este museo de cadáveres excelsos tiene el fin de educar para combatir el abuso a la máquina humana: “Too many people abuse their bodies by getting too little sleep, eating to much of the wrong food, taking too many drugs… It seems that the best medicine anyone could prescribe to get at the root cause of these problems is a good dose of body education”. Esta última finalidad no puede más que someternos a la preplejidad de una neociencia con vicios de tono religioso con ribetes new age. Se trata pues de una ciencia que usurpa el lenguaje de la moraleja o del exemplum para provocar una especie de conversión social que haga del individuo un ente conciente de que comete crímenes contra el cuerpo, verdaderos pecados de la carne, lo que hace de este catálogo un manifiesto híbrido entre ciencia y moral. Tal vez la mejor muestra de ello es la urna-confesionario adjunta a un pulmón corroído por un enfisema, en la cual los espectadores pueden depositar su cajetilla de cigarrillo como acto penitente que muestra su arrepentimiento y conversión. Pero si ésta no es la primera vez que el hombre se piensa a sí mismo como ente corpóreo y finito, si éste no es el primer libro anatómico, ¿qué tiene de especial este catálogo? En primera instancia, tiene de especial que sin él mi editor no me permitía hacer la reseña sobre el verdadero libro que quiero comentar: el cuerpo. Y, en segundo lugar, éste no es un mero catálogo anatómico porque, distinto de la fábrica anatómica de Vesalius y de Gray’s Anatomy, este cuaderno se obtiene en la entrada del taller del anatomista. Es decir, se adquiere en la puerta de una morgue pulcrísima y parlante, llena de cuerpos testimoniales que, limpios de sus efluvios y secreciones, permiten que el sujeto se vea en una especie de espejo del interior y tenga la oportunidad de enfrentarse con la lapidaria frase de “noscete ipsum”, sin padecer el horror del contagio, puesto que se está frente a la versión menos corrupta y más inmaculada de uno mismo. El hombre, desconcertado por la invención de la dicotomía del cuerpo y el alma, porción de sí a la que atribuye las características más perfectas, ha creído que asomándose al ataúd del espíritu leería en él las respuestas irrefutables de la existencia. Sobre este tema al menos tres obras medulares llaman mi atención de manera particular por razones diversas. La obra de Andreas Vesalius, por sus anónimos cadáveres colosales en actitud escandalosamente reflexiva sobre la propia muerte y la cópula perfecta entre arte y anatomía; la de Henry Gray, (bestseller nunca agotado desde su primera publicación por brindar una radiografía no sólo del avance científico sino de la paradoja victoriana de progreso y censura, en la que se presentan los cuerpos más bien mutilados, en retasos que alejan toda posible referencia sensual o sexual, al que muchos han considerado como la “biblia anatómica” y no se equivocan, sobre todo porque es una ciencia puritana a la que le resultaría imposible presentar el cuerpo en su “pornográfica” completud); y el catálogo que nos ocupa, cuyas imágenes se acercan desacaradamente al proyecto Vesalius pero en el que se ha añadido el elemento innovador de los órganos corruptos. Tanto la exposición como el catálogo son metáforas del cuerpo como libro. Según el espectador avanza, pasa las páginas de piel, tejidos y órganos hasta llegar a los espacios más recónditos del cuerpo. Con todo y los siglos y las nuevas certezas que nos trae el conocimiento que ha llegado incluso a la nanociencia, el hombre sigue visitando su cuerpo como un libro que nunca termina de ser leído y cuyas páginas siguen incansablemente reproduciendo insospechados acertijos en los que anida la incertidumbre de la corporeidad.