El aeropuerto era sencillo. Sacar el pasaporte estadounidense no era necesariamente un buen plan a juzgar por las miradas. Se escuchaba algo de francés, retazos de inglés y mal español. Letras árabes por todas partes, mucho azul y color ladrillo, carros viejos y barbas largas. Había llegado a Marruecos. Con este rostro que tenemos algunos latinoamericanos, que lo mismo podemos parecer gitanos universales, que árabes, andaluces, venezolanos o chicanos, fue absolutamente normal que más de una vez me hablaran directamente en un idioma incomprensible para mi, aun con mis tímidos tres años de francés escolar. Éramos tres. Dos chicas y un chico, que pasó por todo un macharrán de comarca al andar con dos damicelas. De hecho, más de una vez le ofrecieron pollos o camellos por nosotras. La cantidad de olores, de recovecos, de estímulos callejeros para todos los sentidos del cuerpo era apabullante. Curry para el olfato, granos para el tacto, ojos ocultos entre telas para la vista, voces orando para el oído, té para el gusto. Todo ello allí y, sin embargo, en medio del descubrimiento que supone un viaje, en la cabeza merodeaba la única memoria marroquí que había acumulado en la adolescencia. Lo he de confesar. Fui televidente devota de El Clon, la telenovela brasileña que no tiene nada que ver con Televisa pero que se metió en los hogares boricuas con la misma fuerza que Thalía. Todo el mundo con sus pulseritas, las clases de la danza del vientre y demás elementos disponibles en el mercado para convertirnos en princesas musulmanas en media hora.
Desde ya pido clemencia, sé que esto es una oda a Televisa, pero digamos que la omisión es una forma de comunicar y digamos también que el capricho es una constante en los culebrones. Se odia por capricho, se esconden hijos por capricho, se llora por capricho. Así que dicho esto, caprichosamente escojo hablar de esta telenovela que nos llenó los ojos de paisajes brasileños tan olvidados a veces en estas tierras con tortícolis de tanto mirar al norte. La novela era curiosa, usaba nuestra metáfora universal de moda, la clonación. Se dividía entre Marruecos y Brasil y se narraba una historia enredadísima traducida de modo tortuoso para cualquier sonidista. (Era preciso ver la falta de sincronía entre un diálogo y los labios de los actores). Jade y Lucas se encontraban y se perdían una y otra vez. El Tío Alí no se cansaba de hablar sobre cómo sus sobrinas derrumbaban su techo, las mujeres cuando se sentían perdidas decían que se arrojarían al viento y Zoraide se encargaba de preludiar todo leyendo la borra del café y de recordarnos que todo “ya estaba escrito”. Había mujeres “de escasas ropas y abundantes carnes” y otras cubiertas hasta en espíritu. Vi el culebrón completo pero no vine a entender de qué se trataba hasta un momento inesperado en el viaje marroquí. Estaba en la plaza de Marrakech, olía a carne asada y los hombres jugaban en círculos depositando monedas en botellas de Coca Cola. Una mujer me haló y me dejé hacer por ella un tatuaje de hena en el hombro izquierdo. Debía tener el hombro descubierto un rato para que secara. Así lo hice. Entonces sucedió. Una tras otra, las mujeres que me veían pasar cubrían sus ojos ante la exhibicionista que les pasaba de frente. Soy turista. Soy occidental. Ellos entenderán. Las miradas seguían. Cada vez más punzantes, incisivas, indagantes. Comencé a sentir vergüenza. A sentirme exhibicionista. ¿Los invadía yo o ellos me invadían? La frontera de su país versus la frontera de mi cuerpo se encontraron entre una plaza pública y una flor tatuada en el hombro.
Al otro día, en el mercado un hombre que quería venderme un maquillaje extraño pintó mi rostro marcándolo entre las cejas, en la barbilla y haciendo dos líneas alargadas en mis ojos. Me llamó Fátima. En la calle pasó lo mismo. Me miraban, me decían Fátima o mujer berebere. Lo escribo y lo recuerdo. Lo escribo y lo entiendo finalmente. Me doy cuenta del linaje, de que Televisa me contó toda la vida sobre cómo era hija de Guadalupe, o de cualquier advocación mariana. Esta historia clonesca me contó otro capítulo, que todas somos también hijas de Fátima, hijas de Eva, de Lilith y de todas ellas. Hijos e hijas de la narración a la que un día le damos la espalda y el otro, la celebramos con ritualidad maquillada. De culebrón de televisor o de genialidad narrativa, de Corín Tellado a Cervantes, de Unamuno a Coelho. Lo popular, lo letrado, lo local, lo extranjero, de momento eso importa poco. Nos han narrado. Hemos existido. Este es el último artículo de la serie: “Evocaciones telenovelescas: memorias manipuladas a modo de oda a Televisa”.