Amable un candor sin detalles se enciende a favor de una torpe melancolía que es esencial a la vida. Se cuece como un temor en las retinas que discute en vano sobre el terror de olvidarnos. Luego nadie recuerda el tumulto, la amalgama de fervor y apegos, solo sobrevive el movimiento, ese temblor con que olvidar.
Dadivo el cielo culmina cada tarde en la promesa de que mañana pase de nuevo desapercibido; nómada y siempre mismo, constante que nunca se repite.
Hágase lo dormido vocación del desvelo; un cansancio irreconciliable con el sueño; la ocupación que ha encontrado negociarse en turnos de errancia; la cometida voluntad nomádica del sol combustible manifiesto en mí.
Las ramas tal si fueran manos sacan una gracia de canción que hierve en las tardes. Alzan testimonio de que lo vivo tiene vocación celeste, clorofila como imán al sol en coro lento que frotándose a cada instante con el viento se estira en intento de alcanzar.
Hablar de mañana como sobrenombre a siempre, en favor de ese aire que promete futuro, del día que aligera en nuestras frentes. De ese olor que levanta entre las especias sin admitir que las narices sirven para la labor de estrellas, reconocer los perfumes que le sacamos al sol.
No se cumplen las promesas del mañana tibio y mismo y sin embargo otras frutas crecen del árbol de los tropiezos y son sabores inesperados, esencias del derramo, los que a la lengua encandilan.
Se necesitan manos fuertes que agarren en afán de soltar, que den razón al tiempo con firmeza y criterio, que firmes no apresuren las comunidades de pastos y hierbas que en el día arden, no para quemarse sino para lo que sigue al fuego.
Las tardes se borran. En acuarela se pronuncia su tiempo de nunca más. Su recuerdo de burdo a inexistente, un agua embrutecida en testimonio de algo inatrapable que en la mirada se esgrima mientras preparamos el té.