Una fórmula acuñada por Michel de Certeau en su reflexión sobre la vida social asegura que las prácticas cotidianas pertenecen al mundo de las tácticas mediante las cuales, a menudo, respondemos con imaginación y no poca sabiduría a los avatares (y no me refiero al blockbuster de James Cameron) de nuestra existencia. Digo a menudo porque en otras tantas nos vamos de bruces y nuestras improvisaciones resultan ser peor que la enfermedad. De todas maneras, nuestra vida está constituida por esas múltiples operaciones y fragmentos que damos por sentado y que no solemos aquilatar ni en su riqueza sensorial ni en su racionalidad aleccionadora. En Cotidianos (Edición Los libros de la iguana, 2009) José Peláez, artista de quilates gráficos y poéticos, revalida ese mundo de bricolajes que es la vida diaria de millones de seres humanos, aquéllos que pagan sus contribuciones, viven embrollados de quincena a quincena y que no son celebridades o corruptos para salir en las primeras planas. Lo hace con el mismo amor y fino cuidado con el detalle que muestran sus diseños y sus amados haikús, momentos plenos de aprovechamiento sensorial. Cotidianos es también un tributo a la ciudad, a ciudad puertorriqueña, azotada por la falta de cariño institucional y vecinal pero también un homenaje a la urbe puertorriqueña que es la babélica Nueva York. Las ciudades de Peláez no son las de la tarjeta postal; son los espacios transitados por biografías inconexas, por destinos ignotos, por redenciones y condenas. Las camina, huele, mira y oye acompañado, eso sí, de un antídoto que esconde en su I-Pod y donde mixean Santana, Vivaldi, Coltrane y Miles Davis, el de Kind of Blue, una pasión compartida. De otra manera, sin ese refugio musical, sus sufrimientos por la estridencia, la basura mal habida y las desconsideraciones, quebrarían sus apetitos que son muchos (y que no se sacian con los almuerzos en La Tertulia). Es el libro, como apunta el título de su primer fragmento una transición, que ojalá persista, hacia una escritura más holgada. Aquí, en está su primera entrega, coquetea con la crónica, con la viñeta, con el cuento, formas todas en la que lo inesperado, lo minimal y lo improvisado del diario vivir encuentran lenguajes propios. Peláez camina, compra, conduce, recuerda, viaja y recorta la grama de su patio. En esa aventura de los pequeños pasos recupera, los sonidos, colores, y sabores de la vida que es fenomenal, como diría Wico Sánchez, a pesar de las estridencias que provienen de un carro en medio de un tapón que no tiene salvación o de los gemidos de un pájaro herido, que sí la tuvo de manos de una niña amable.