Llegar al corazón de Bogotá es sinónimo paradójico de frío ambiental y calidez humana, entremezclados con un aroma de “tinto” que te embriaga. Como Dante en la Divina Comedia, un amable “lazarillo” a lo “Virgilio” me transporta a sus distintas esferas: se trata de un Ángel de la Costa, vestido de rosario y de experiencias. Me refiero a un gran experto de las vicisitudes híbridas de su vida bogotana y costeña. Para él, son nimiedades las batallas, es un héroe: para mí, el encuentro más que fortuito de mi guía, amigo y gurú en el descubrimiento de esta exótica tierra. Aprendo a manejar mi vista periferal y tridimensional: cuidado con los carros y los taxis del 360.
Para iniciar nuestro recorrido, comenzamos por las calles-laberintos de la Candelaria. La Catedral Primada de la Plaza de Bolívar, en la Carrera 7, toda inmensa, sabe a ”bogotazo” puro: a historia, a luchas incesantes, a libertad y a quimeras. Resulta difícil caminar por la zona reconstruida del denominado “Bogotazo” del 1948, luego de conocer su historia: sangre y alma han logrado gestar, con gran afán, su justicia e independencia. Las palomas se reúnen en colectivos, para celebrar, con júbilo, las alas de su esencia. Alas pintadas incluso en grafiti, en gritos de mensajes substanciales, en un arte que vocifera. Grita desde las calles, de manera perpetua. Y en el imponente “El Tiempo”, quien ha logrado vencer los ataques de los “narcos” y reportar las Odiseas de una ciudad que vive el “día a día”, entre luchas desérticas. Incluso su verdad vocifera entre el veloz Transmilenio, los “trancones”, los sueños personales-colectivos y las largas esperas. El monumento al Gabo se solaza con sus paredes posmodernas: la reliquia “Cien Años de Soledad” reaparece -para aclarar todas nuestras interrogantes sobre estas cuestiones de lucha- como la única y certera respuesta.
Lo confieso: participar de cinco misas y visitar más de siete iglesias en la semana previa a la Semana Mayor es un deleite: todo ello, por su arquitectura, por la devoción de un pueblo que transpira fe y por el aire de paz que permea. Se siente entre los feligreses, y precisamente entre ellos, se recrea. Entre dudas de adultos en la travesía bogotana, el arquetipo de un niño “sabio” de cinco años nos orienta: “para llegar a lo esperado, sigues derecho hasta al final, luego doblas a mano izquierda”.
Allí, la famosa calle de los adoquines, las motos y los artistas nos congela: como si el tiempo mismo se detuviese, para recordarnos los regalos de la visualidad de Bogotá, inmersa entre calles, laberintos, colores brillantes y calles estrechas. El anaranjado, el azul, el amarillo y el rojo rinden honor a los vivarachos estudiantes que saludan a uno de los padres de la Iglesia: no olvidemos que Bogotá está llena de enigmas: todo lo que cuentan sus calles se ve reflejado en cada “sobreviviente-adoquín”, en el binomio religión-conquista y en lo que encierran sus leyendas.
Carolina Rey / Flickr Commons
En una tarde relajada, el chorro de Quevedo sabe a estudiantes, a historias, a la nueva “chicha” (bebida) de colores, a arte urbano y veredas. Los denominados “cuenteros” o “narradores del chorro” nos seducen con sus insuperables “microcuentos”: todos escuchan, bogotanos de distintos linajes e invitados de otras tierras. Ojalá nuestras calles sanjuaneras tuvieran la agudeza mental y el “performance” de estos denominados “cuenteros”: sus discursos, su habilidad actoral innata y sus imágenes poéticas son una verdadera escuela.
Por la noche, el Teatro Iberoamericano se engalana con a pintura lumínica de las calles en luz azul, rosa y verde: la imponente torre de Colpatria sirve de centinela. Se divisa desde la acogedora parroquia de San Diego, o la denominada “iglesia de las novelas”. Cercano a esta zona, el teatro de Brasil y Colombia se destacan, al ritmo de comparsas, batucada y capoeira: y es que todo, en Bogotá, sabe a fusión de países, a gloria, a arte de “spray”, a tambores y a herencia.
Más que destacar sus manjares, sus bebidas exóticas o su arte culinario “de cinco estrellas”, prefiero destacar sus aciertos urbanos y su efervescencia: una limonada natural licuada, un suculento helado de “maracuyá” y de mangó, unas empanadas de carne, almojábanas, frutas surtidas en vaso, pollo, pasta y arroz, los panes, la “papa”, el rico “chocoramo”, la Pony Malta y el helado-galleta, te dejan “no satisfecho” entre la urbe. Terminas pidiendo más, salivando y con la boca abierta. Las “aromáticas” de guayaba con “maracuyá” e hierbabuena nos invitan a conversaciones interesantes, entre amigos queridos y jamás olvidados de “Suba”. Y, para cerrar, por qué no deleitarnos con una ensalada de papaya o -de frutas frescas- o con una rica y crujiente oblea.
Entre rincones y rincones, los asuntos de la venta de drogas y la explotación infantil son temas inevitables en el recorrido con mi querido lazarillo de Dante: fotografías vívidas aparecen en mi mente, no las olvido. No obstante, la calidad humana y la bondad prevalecen, es lo que yace perenne.
La experiencia del contacto con el Divino Niño fue tan sublime y etérea como la subida en teleférico al cerro de Monserrate: desde allí se divisa, el tempo a la Guadalupana y las zonas rurales y urbanas de la enorme Bogotá. Su visualidad y su porte resultan insuperables: ni un volcán, ni una leyenda sabanera de amores tronchados de tan especial lugar es capaz de erosionar sus entornos, ante tanta belleza.
Liz (Napanee Gal) / Flickr Commons
Como actor, la visita a Radio Cadena Nacional de Televisión (RCN) era meritoria: sus innumerables pasadizos y estudios, las prácticas de los pseudogalenos del nuevo “ER” colombiano y la amabilidad de una de las figuras más importantes de la televisora te permiten recobrar la fe en el buen arte, en la profesionalidad de la actuación, en las producciones que se perpetúan allí y se divisan a leguas. Todo ello nos recuerda al tiempo de gloria de las novelas boricuas y a un sinnúmero de lecciones que debemos aprender de “Betty La Fea”, de “Pablo Escobar, “de la reciente acogida de las series de Mundo Fox, de los programas de telerrealidad y otras producciones extremas.
No olvidemos los establecimientos de tiendas “El Titán” y el “Andino”: entre chorros de aguas coloridas y ropa de marcas reconocidas, sus tiendas nos seducen, nos hipnotizan y nos deleitan: Armani, La Coste, entre otras, se entrelazan con las interesantes tiendas nacionales. Igual de “deli” lo es lo la zona del Parque: perfecta para una caminata diurna por sus calles o una travesía nocturna entre vegetación, puentecillos y uno que otro “apartaestudio” de gran visualidad posmoderna.
Bogotá es una tierra de ensueño: es real, y como todo lo real, hay que envestirse a lo “camuflado” para sobrevivir su “entre líneas” y sus cadencias. Su subtexto y sus “especias” urbanas saben a superación, a movimientos de almas constantes, a querubines heridos de sangre y a ganas de luchar por la felicidad, aun en tiempos inciertos de “guerra”. Guerras de paz, de esperanza. Y es que todo se apacigua entre aguas claras: juntes de amigos y colegas que saben a almojábanas y a ricas crepas; a largas caminatas de espíritus jóvenes y almas fraternas.
Rafcha / Flickr Commons
Me despido de este recorrido inicial por Bogotá, acompañado en cada segundo por mi fiel lazarillo y por los juntes con los viejos amigos: con una mayor noción de sus aciertos y con cierto aire de grandeza. Porque para ser un “foráneo-bogotano”, se debe experimentar a bocanadas su estilo de vida, reconocer meticulosamente a sus ángeles presentes (jamás olvidados) y ser capaz de atesorar la calidez de aquellos seres bogotanos y cuasibogotanos que durarán en tu vida -tal como su vistosa ciudad- y como diría uno de sus inolvidables emblemas: “in aeternum”, por toda una eternidad.
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El autor es psicólogo y actor colegiado.