Un profesor no vidente queda frente a una máquina.
La toca.
La entiende.
A su alrededor, diez estudiantes le observan, con bastón y venda en mano. Minutos más tarde, son ellos quienes llevan sus dedos al monitor del aparato grisáceo. Vendados, gestionan boletos, pases de entrada. Sus profesores José “Manolo” Álvarez y Ruth Otero les han entrenado durante meses para andar con los ojos cerrados, y ahora, se preparan para recorrer un último tramo, uno que incluye viajes en transporte colectivo, recorridos en Plaza las Américas, pláticas con vendedores y un almuerzo con tiras sobre el rostro. Al finalizar la ruta, habrán completado el proyecto final del curso Orientación y Movilidad, clase que toman en el recinto riopedrense de la Universidad de Puerto Rico. En la década del ochenta, solo los estudiantes de la especialización en Educación Especial podían cursarlo. Ya no. Quizás porque la empatía no tiene pre-requisito.
Van descifrando al cajón de metal desde el tacto, desde el oído. Les veo, les escucho, y saco mi tarjeta. Aunque no llevo venda, la toco a ojos cerrados y siento en el lado superior izquierdo un pequeño desliz diagonal que me indica de qué lado debo agarrarla para deslizarla por la máquina que me permitirá viajar en tren junto a los estudiantes. Me toma solo 38 segundos hacerlo. A ellos les tomó más. Lo noto. Y me pregunto si el tiempo debiera medirse distinto desde la oscuridad. Si desde la vista quizás el reloj avanza más de prisa. No lo sé.
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Entran todos a la estación Universidad. Andan en pares. Cinco con los ojos cerrados, cinco pestañeando. A la mitad del día, alternarán roles. Un estudiante vendado coloca su bastón sobre el borde metálico de una escalera que va soltando rectángulos de metal de prisa. El delgado cilindro blanco de cinco pies que sostiene en su mano derecha le avisa cuándo brotará un escalón sobre el cual posicionarse. Sus pies dejan de descender, alarga el bastón y busca una marca que le ayude a ubicarse del lado derecho de la plataforma.
Desde allí esperan en grupo al primero de los dos vehículos de motor que abordarán para a llegar a Plaza Las Américas.
“Jóvenes, ahí viene el tren”, anuncia su instructor de mediana estatura. El mismo que, desde hace 14 años, enseña a futuros maestros de estudiantes ciegos a educar desde la sensibilidad.
En Puerto Rico, por cada 1,000 estudiantes videntes matriculados en escuelas públicas, uno no vidente toma clases. Por cada tres escuelas, un alumno ciego queda matriculado. Esto, si ubicamos a uno solo por plantel. Así la distribución, por cada tres instituciones escolares, un maestro atiende a un rostro no vidente. Al filo del año escolar 2014-2015, 565 menores privados de la vista estudiaron bajo la tutela del Departamento de Educación del país.
Se intensifica el tránsito del viento. Resonancias amplificadas anuncian el fin de la espera. Llegan vagones. Caminan todos. Viajan. Llegan.
Andan. Esperan.
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“Tengo miedo, en verdad. Me siento desorientada. No sé de dónde viene la AMA, a dónde voy. No sé. Es estresante no saber cuando estás acostumbrada a ver”, comenta Lyaned Figueroa, con sus manos ancladas en su bastón, mientras espera la llegada de la guagua pública.
La joven vendada estudia psicología. Tiene 21 años y durante los últimos meses dice haber desarrollado una sensibilidad aguda que le permitirá sintonizar mejor con las poblaciones infantiles que atenderá como futura psicóloga.
Quizás sea el sentir empático un instrumento de la ciencia. O quizás sea la empatía una ciencia social.
Lo mismo le sucedió a Natalia Cátala, quien tenía la mirada puesta en las ciencias naturales, pero desde agosto trabajará una certificación en Educación. Especial. No sabía que la empatía que comenzó a cultivar cuando de niña veía películas con protagonistas ciegos, le serviría de preámbulo al campo laboral. Cerrar los ojos le iluminó el panorama.
Llegan ruedas a la parada de transporte colectivo. Los alumnos extienden sus bastones y se acercan en fila al borde del vehículo de motor. El chofer les mira con esa tensión entre las cejas que solo llega para denotar extrañeza. Tal vez nunca había visto a diez personas privadas de la vista entrando a su guagua. Reposan sus manos sobre el volante.
Todos los estudiantes se han puesto sus vendas por directrices de la profesora. Cuando lleguen a su destino, cinco volverán a pestañear para orientar a su par, solo si toca hacerlo. Andar independientemente es la meta.
Uno a uno, van haciéndose pasajeros. Chocan su bastón con el filo inferior del autobús. Deslizan la vara blancuzca, de lado a lado y, agarrándola con toda la palma de su mano, la elevan para tantear la altura de la nueva superficie. Siempre el bastón antecede la pisada. Solo una vez el cilindro de el visto se elevarán rodillas y caerán pies sobre el suelo del autobús.
Una vez adentro, los aprendices insertan sus tarjetas en el aparato metálico que va cobrando las entradas. Las cejas del chófer se han relajado, y ahora, al notar que se halla ante estudiantes videntes que intentan aprender a andar como no videntes, les observa distinto. Desde la empatía siempre se contempla distinto.
Nueve bancos atrás, doña Iris Cabrera, de 80 años, se repone del susto que confiesa haber sentido cuando vio entrar a los jóvenes. Nunca había visto a una decena de estudiantes viajar en guagua con los ojos cerrados. No está acostumbrada. No estamos acostumbrados.
Según el último censo, en Puerto Rico viven 222,978 personas con impedimentos visuales, 6 de cada 1,000 residentes puertorriqueños son ciegos. En el recinto riopedrense de la Universidad de Puerto Rico, un único estimado del total de estudiantes no videntes matriculados se desprende de la cantidad de universitarios ciegos que voluntariamente solicitan servicios en la Oficina de Asuntos para Personas con Impedimentos. En el 2016, fueron nueve. Nueve, de 16,217 universitarios matriculados. Nueve, aunque hasta diciembre de 2015 vivieran en el país 107,978 personas entre las edades de 18 a 64 años.
Menos de seis minutos han pasado y la guagua se detiene en la parada del centro comercial, en Hato Rey. La profesora sirve de brújula. Tras cada paso, recita en voz alta la ubicación. Quizás porque entiende que eso de tener una voz mapa, que le recuerde a uno en dónde se encuentra parado cuando no se ve el horizonte no es para nada poca cosa.
“A mano izquierda tenemos el Hiram Bithorn y el Coliseo Roberto Clemente. A mano derecha vamos a entrar al estacionamiento del centro comercial”, orienta.
Doña Iris se despide de Jeahany Aguirre, universitaria a quien minutos antes cedió el asiento. Para la joven especializada en educación especial, viajar con los párpados cerrados ya no es lo mismo que desorientarse.
¿Será que es normal ya?”, dice, en un tono que comienza indeciso pero acaba afirmativo. Algunas preguntas, en el fondo, son certezas.
“El 97% de la información te la da la vista, pero, cuando ellos no tienen la vista, tienen que compensar. Te lo digo yo, que pasé por el adiestramiento y me di cuenta”, comparte Denise Garabito, maestra de educación vocacional, quien camina con el grupo desde que comenzó el recorrido.
Les sigue mientras se acercan en duplas al interior del “centro de todo”. Caminan por una acera medio ancha que les sirve para escapar la brea caliente del mediodía. Un transeúnte se le acerca a Ángel Gracia, estudiante. Le pregunta cómo puede uno andar con tanta seguridad aun cuando no puede ver. El joven le explica que sentir texturas es otra forma del andar, del avanzar, del recorrer, y Raymond Collazo, de 46 años, parece entender.
“Lo hacen con tanta seguridad. Quería saber cuál es la clave para que puedan hacer eso. Los veo mucho en Bayamón, en la calle, en centros comerciales”, asegura el residente riopedrense.
Cruzadas las puertas del epicentro comercial, los estudiantes deberán visitar tiendas asignadas por la profesora. Mientras va explicando las instrucciones, un empleado de 54 años observa al grupo desde la entrada del restaurante Faccio Pizza.
Ronald Vázquez trabaja dese hace cinco años en el primer establecimientos en Plaza las Américas en sumar un menú en braille a su sistema. Atiende de tres a cuatro personas no videntes al mes. También de dos a tres sordos. Tenía un amigo ciego en la escuela. Desde entonces, entiende mejor eso de la empatía, eso del trato sensible, eso que le permite interactuar con sus clientes desde el entendimiento.
Según la Oficina del Procurador de las Personas con Impedimentos, hasta diciembre de 2015 vivían en Puerto Rico, 765,178 personas con impedimentos.
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Natalie Cátala entra vendada a una tienda de cremas. Pregunta por la mascarilla apropiada para su tipo piel. Francisco Delgado, de 40 años, le orienta. Lleva cinco años trabajando acá. Nunca había atendido a una clienta con un impedimento visual.
Amanda Fernández se encuentra vendada en su tienda favorita de ropa y accesorios. Una vendedora se le acerca. Le coloca un collar sobre la palma de su mano. Le describe collares, sortijas. Karina Curet labora acá desde hace un mes, pero es la primera vez que atiende a alguien que no puede verla.
Jean Paul Díaz llega vendado a una tienda de bocinas y le pregunta al vendedor el costo de un modelo reciente. Edgar Ares le orienta. Al menos una vez a la semana ve entrar a una persona con impedimentos. Para muchos es el sonido otra forma de la vista.
Jeahany Aguirre, vendada, busca el precio de una tarjeta de memoria en una tienda, pero se encuentra en la sección de venta de lavadoras. Los empleados del establecimiento la miran, pero no le dicen nada. Solo cuando la joven les habla, le sueltan un “Eso es allá” -casi a coro- para dirigirla al área de artefactos electrónicos.
¿Dónde es “allá” para una persona ciega?
La estudiante rastrea el perímetro con su bastón hasta toparse con Hiram Pérez, de 61 años, empleado que trabaja desde hace cuatro décadas en la tienda por departamento que la universitaria acaba de recorrer. Atiende a personas con limitaciones visuales pocas veces, una por mes, cree.
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Una profesora vidente vendada queda frente a una bandeja.
La toca.
La entiende.
Dos horas han trascurrido, y en la plazoleta tres cuadrados unidos forman una gran tabla rectangular. Quedan platos, quedan vendas. Los estudiantes han almorzado con los ojos cerrados y ahora comienzan a recobrar miradas. Solo entonces, su profesora se sienta a comer. Lleva los ojos descubiertos, pero nota las tiras sobre la mesa, y dice lo que ya sospechábamos que diría. “Debo ponerme la venda”.
Segundos después, queda con un retazo de tela sobre el rostro, uno que a la universitaria Amanda Fernández le enriqueció la mirada. “Acá empezamos a ver todo lo demás que no vemos cuando vemos”, comparte convencida, justo al lado de la silla desde donde la profesora da mordiscos a su emparedado, mientras sus estudiantes le contemplan. Le miran, le entienden.
“Es empatía, es una cuestión de empatía”, pronuncia la catedrática, como para resumir el curso en siete palabras. En entenderes. “Manolo, me puse la venda”, le anuncia a su colega, quien la escucha desde el otro lado de la mesa.
Se hace el aire más liviano. Llegan medias lunas a los rostros. Eso. Empatía. Poderes y gracias de la empatía.