Releyendo “El reto de la gobernabilidad en la educación pública en Puerto Rico” (Guaynabo, P.R.: Taurus, 2009) de César Rey —especialmente el último capítulo—, recordé un cuento de Magali García Ramis, “Hostos, bróder, esto está difícil”. Después de asistir a una conferencia sobre Eugenio María de Hostos, el protagonista del cuento sufre un accidente automovilístico en el Expreso Las Américas de San Juan a Río Piedras. El carro chocado sale fuera de la carretera, con el conductor ileso, y un motociclista se detiene a ofrecerle piezas de repuesto, incluyendo un radio usado. El conductor supone que las piezas serán robadas y se niega inicialmente a comprarlas por razones morales. A la mañana siguiente, sus amigos estiman que el arreglo del carro podría costarle hasta mil pesos. Luego, el motociclista lo llama por teléfono y le reitera su oferta. El protagonista exclama “Hostos, bróder, ¡esto está difícil!” y finalmente contesta: “Mira, yo no quiero el radio, para nada quiero el radio, ahora las piezas…” Como buen hostosiano, César Rey se propone rescatar las dimensiones éticas, sociales y humanísticas de la educación en Puerto Rico. A lo largo de su libro, se cuestiona: “¿Qué tipo de nación queremos para nuestras generaciones venideras?” (pág. 131). Su respuesta es que hace falta reformular el proyecto educativo para nuestro pueblo, dentro de un nuevo paradigma de administración pública (pág. 25), más eficiente, justa, responsable y pertinente a las necesidades de la sociedad puertorriqueña. En sus propias palabras, “la educación que les debemos a nuestros educandos tiene que aspirar al desarrollo integral de los valores culturales, artísticos, históricos, científicos y éticos” (pág. 77). Como sociólogo astuto, Rey desmenuza la estructura social y las prácticas culturales del Departamento de Educación del Estado Libre Asociado, cuya gigantesca burocracia entorpece sus operaciones rutinarias y la calidad de la enseñanza. Como administrador experimentado, el autor identifica varios problemas recurrentes para la gobernabilidad, entre ellos la “tribalización” política; la excesiva centralización de la toma de decisiones; la falta de participación ciudadana; el sectarismo de padres, maestros, estudiantes y empleados no docentes; el desprestigio de las organizaciones obreras; el peligro de la privatización y la injerencia cada vez más mayor del gobierno estadounidense. La tesis del libro es que se puede restaurar la gobernabilidad mediante reformas de la administración pública, incluyendo la transparencia fiscal, la negociación colectiva, la descentralización y el rendimiento de cuentas. En ese sentido, Rey promueve la “reingeniería” del Departamento de Educación hacia un modelo organizacional más horizontal, ágil e inclusivo que el existente. Entre otras medidas, propone simplificar los trámites administrativos; colaborar con los gremios de empleados públicos; apoderar a amplios sectores de la sociedad civil; incorporar a las organizaciones no gubernamentales y establecer alianzas estratégicas con la empresa privada. En síntesis, “la tarea más inmediata y, por supuesto, más compleja supone desreglamentar, descentralizar, flexibilizar y reestructurar” (pág. 39) ese enorme “ogro filantrópico” del que habla Octavio Paz y que tanto le gusta citar a nuestro autor (pág. 48). Como apunta el economista Francisco Rivera-Batiz en su prólogo, la propuesta de Rey es sumamente optimista, porque apuesta a detener el deterioro de la educación pública mediante transformaciones concretas, como el mejoramiento de la infraestructura escolar, la redistribución del presupuesto, el uso creativo de la tecnología, la revisión del currículo y la supervisión de las labores docentes. Para Rey, éstas no son “fantasías estériles” (pág. 122) de un soñador trasnochado. Muchas de esas iniciativas se implantaron a través de programas experimentales como la Escuela Abierta, los Centros de Desarrollo Académico, la reconfiguración de los menús de los comedores escolares y los Centros de Servicios de Educación Especial, impulsados bajo su incumbencia como Secretario del Departamento entre el 2001 y el 2004. Según afirma el autor, “el cambio es posible” (pág. 111). Lamentablemente, varios de esos proyectos se descontinuaron durante el último cuatrienio. Tal parece que los criterios político-partidistas seguirán asechando al Departamento, a juzgar por la reciente controversia en torno a la cuestión del género. El reto de la gobernabilidad… ofrece una lectura fascinante y provocadora para cualquier persona interesada en la educación en Puerto Rico. En primer lugar, se basa en la experiencia personal del autor como responsable de la mayor y más complicada entidad gubernamental del país, con más de 75,000 empleados y una tercera parte del presupuesto total del ELA. A tales fines, repasa sus principales desafíos y logros como miembro del gabinete de la gobernadora Sila Calderón. En segundo lugar, la obra se nutre del trasfondo académico de Rey como estudioso del movimiento obrero. A lo largo de su ensayo, se destaca su esfuerzo por revalidar el sindicalismo como estrategia útil para la gobernabilidad. Precisamente, uno de sus mayores retos como Secretario de Educación fue conciliar los intereses dispares y frecuentemente encontrados del patrono estatal con los de la Federación de Maestros, el Sindicato Puertorriqueño de Trabajadores y el Sindicato de Trabajadores y Trabajadoras de Comedores Escolares. En tercer lugar, el diagnóstico de los múltiples escollos del Departamento de Educación se documenta extensamente en informes producidos por la propia agencia y algunos consultores externos, especialmente la firma McKinsey and Co. De tal modo, los pronósticos y recomendaciones del autor se fundamentan en un análisis pausado e incisivo de tendencias comprobables como el descenso de los promedios en las pruebas de aprovechamiento académico, la desigual distribución regional de las escuelas, el malgasto en los servicios alimenticios y la creciente dependencia de fondos federales. Por último, Rey inserta sus observaciones en el contexto de la globalización, comparando a Puerto Rico con Estados Unidos, así como con Japón, Finlandia, Italia, Chile y otros países que han realineado sus sistemas educativos con la cacareada sociedad del conocimiento y la información. Volviendo a Hostos, ¿qué vigencia puede tener su visión de la moral social para la educación del nuevo milenio? En el capítulo final, Rey aboga por un enfoque pedagógico hostosiano que promueva la justicia, la igualdad, la verdad y el bien común, así como el pensamiento crítico, el respeto a la diversidad y la búsqueda del consenso. ¿Quién podría oponerse a metas tan nobles? En otro momento, el autor plantea que “toda reforma de carácter gubernamental debe tener unos contenidos de carácter socio-humanístico que provoquen un cambio en el paradigma de hacer vida pública” (pág. 50). Más adelante, subraya que “la construcción de una sociedad más equitativa y, por qué no, más saludable en todo el sentido de la palabra, requiere unos esfuerzos renacentistas, integradores y multisectoriales” (pág. 76). En resumidas cuentas, “la ética y la moral son el fundamento de la conducta personal y colectiva, diría Hostos” (pág. 130). Para terminar, me siento tentado a parafrasear a García Ramis y decir: “César, bróder, ¡esto está difícil!” Resulta improbable un cambio inminente en la estructura burocrática, el partidismo político y la ingobernabilidad del Departamento de Educación en Puerto Rico, especialmente en estos tiempos de crisis económica. Al mismo tiempo, me siento interpelado por el espíritu entusiasta y la esperanza contagiosa de mi colega y amigo. Al fin y al cabo, compartimos la utopía de la educación como proyecto de reconstrucción colectiva y afirmación nacional. Aquí es ineludible la famosa máxima de Hostos: “Amamos la patria porque es un punto de partida”. A todos nosotros, especialmente los maestros, nos toca retomar ese punto de partida todos los días, en el salón de clases y fuera de él, practicando la moral social que predicaba Hostos. Agradezco a César Rey por reafirmar con convicción que el magisterio, más que un simple oficio, es una vocación con su propia mística, difícil pero que vale la pena seguir ejerciendo.