Una de las grandes controversias académico-musical de los tiempos modernos recae en la cronología exacta correspondiente al inicio del periodo romántico musical. Muchos aseguran que comenzó en la década de 1820. Otros más lo datan en1830. Quizá el punto de inflexión entre unos y otros se da con los últimos años de Ludwig van Beethoven. Si bien al gigante de Bonn se le ubica en el periodo clásico, pues es descendiente musical de Mozart y del clasicismo vienés; fue en el ocaso de su vida con la aparición de su Novena Sinfonía, su Décima Sinfonía y una serie de sonatas, cuando Beethoven apunta y guía sus composiciones musicales hacia otra cosa, un ritmo corrompido por el sentimiento y ya no por la métrica ni la simetría musical. Beethoven entregaría la batuta romántica a un elegante austriaco, Franz Schubert, pero sería un pequeño hombre venido del Este quien magnificaría las composiciones románticas. Frédéric Chopin llevaba la tragedia en la sangre. Su vida fue meteórica, relampagueante. Chopin no solamente incluyó las tendencias románticas en su arte, sino que su vida fue ejemplar para las generaciones románticas posteriores. Ni en su plena juventud llegó a pesar más de 100 libras. Delgado, un poco demacrado. Un tipo disperso, ralo. Siempre callado. Eso sí, extremadamente educado, inteligente, apto para los idiomas, y quizá el mayor virtuoso que se haya sentado delante de un piano. Hijo pródigo de Zelazowa Wola, pueblo cercano a Varsovia, donde nació hace 200 años. En su natal Polonia tuvo una carrera precoz, pues ya a los 7 años de edad componía y a los 11 daba conciertos a lo “Molto virtuoso”. Exiliado a los 21 años a París debido a las trágicas guerras y padecimientos que azotaban a su amada Polonia, Chopin componía mazurcas y polonesas pensando en su patria. Y componía sonatas, valses, preludios y nocturnos a su amor fiero y prohibido: la escritora parisina George Sand. Si antes de Beethoven el piano no existía, pues era un instrumento novedoso y los grandes maestros como Bach lo despreciaron como artefacto. Antes de Chopin el piano no tenía alma. Beethoven y Schubert fueron los que giraron la gran manivela revolucionaria, fue la frágil figura de Chopin en los salones y en las salas de concierto la que cautivó a los europeos de aquellos años, haciéndolos sentir cosas, vibrar, como nunca antes. Lo más curioso es que Chopin no fue el “mejor” pianista de su época. Franz Liszt –su gran rival, pese a que de jóvenes fueron amigos- lo superaba en técnica y destreza. Pero incluso Liszt reconoció siempre su admiración por las composiciones de Chopin. Liszt, un hombre alto, elegante y gran galán de la época, abarrotaba las salas de Europa, y como todo un “rockstar” tenía admiradoras en cada ciudad en la que se presentaba. Chopin tenía una fanaticada más selecta, más rigurosa. Los seguidores de Liszt salían maravillados de sus conciertos. Los de Chopin salían perturbados, con sus sentimientos a tope. Chopin vivía y moría para el piano. Ya fuese en sus años fatídicos de Mallorca, o cuando se empeoró la tuberculosis en Londres; Chopin tocaba el piano sin reparo, nunca se despegaba de él, interpretaba con el sentimiento en las yemas de los dedos, y escribía sus composiciones al momento conforme inventaba en el piano. En sus cuadernos de viajes Chopin regalaría a la historia algunas frases inmortales como: “es inútil volver sobre lo que ha sido y ya no es”. Hoy Europa celebra el bicentenario del natalicio de Chopin. Los mejores pianistas del momento inundarán de mazurcas y polonesas las mejores salas, asegurando el legado de Chopin. Pero no tiene caso. El paso de un maestro como él nunca será borrado de la historia, la gente de hoy también le admira, lo reconoce y lo escucha. Su huella permanecerá por siempre. Aquí un video en el que Arthur Rubinstein, uno de los mejores intérpretes de Chopin, nos deleita con la Polonesa “Heróica”.