Siempre enfundado en trajes oscuros, comedido y formal en su monótona oratoria, el nuevo presidente Michel Temer, por ahora interino, refleja bien la baja representatividad actual del sistema político en Brasil.
Reelegido como vicepresidente en 2014, sustituye a la presidenta Dilma Rousseff desde el 12 de mayo, cuando ella fue suspendida de sus funciones para afrontar un juicio político ante el Senado que probablemente la destituirá en los próximos meses, lo que permitirá a Temer asumir la presidencia a plenitud hasta el último día de 2018.
Los incesantes escándalos de corrupción se revelaron implacables segadores de líderes en los últimos 25 años, abriendo espacios a políticos carentes de liderazgo popular, una de las razones de la grave crisis política que vive Brasil.
Temer (se lee Témer) jamás alcanzaría la jefatura del Poder Ejecutivo por el voto, electoral y lo hace por la “conspiración” que culminó en el proceso de inhabilitación de Rousseff, según acusaron la presidenta y sus defensores en la batalla por evitar el juicio, aprobado por 71% de los diputados y senadores.
Anteriormente su escasa popularidad solo le había permitido elegirse diputado nacional cuatro veces, limitándose a la suplencia en otras dos ocasiones.
La presidenta tampoco triunfó por capacidad electoral propia. Nunca había disputado unas elecciones antes de postularse a la presidencia en 2010. La enorme popularidad del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva al final de su gobierno alcanzó para transferir votos suficientes y elegir su sucesora, alabada como gestora eficiente.
Ella había sido ministra de Energía y del Gabinete Civil durante el gobierno de Lula (2003-2010), tras haber iniciado su carrera en el meridional estado de Rio Grande do Sul, como responsable de finanzas municipales de la capital Porto Alegre y de energía en el ámbito estadual.
Lula la escogió como candidata de su Partido de los Trabajadores (PT) después que la justicia procesó y condenó por un escándalo estallado en 2005 a sus herederos naturales, José Dirceu de Oliveira y Antonio Palocci, exministros del Gabinete Civil y de Hacienda.
Ellos y otros dirigentes del izquierdista PT fueron acusados de obtener recursos ilegales para sobornar parlamentarios y asegurar así los votos necesarios para la aprobación de proyectos claves del gobierno. Lula logró sortear sospechas de que conocía el enredo y mantuvo su popularidad para reelegirse en 2006 y alzar Rousseff a la presidencia.
Pero otro escándalo, iniciado en 2014 y que involucra a grandes proyectos petroleros de la empresa estatal Petrobras, al desvío multimillonario de fondos y a más de 200 empresarios y políticos de varios partidos, amenaza con poner fin a la carrera del más carismático líder político de las últimas décadas en Brasil.
Lula es sospechoso de haberse beneficiado de donaciones indebidas de grandes constructoras, que obtuvieron jugosos contratos con Petrobras y de maniobras para obstruir las investigaciones.
El escándalo Lava Jato (autolavado de vehículos), que comenzó hace dos años y se amplía cada semana, con trascendidos de las investigaciones de fiscales y la Policía Federal, coordinados por el juez Sergio Moro, agrava el descrédito de los políticos y la percepción de que la corrupción es generalizada.
Decenas de parlamentarios y ministros están involucrados, algunos ya enjuiciados y otros bajo investigación. Al gozar de “foro privilegiado”, dependen de dictámenes del Supremo Tribunal Federal (STF), cuyos fallos se demoran años, mientras más de un centenar de empresarios y políticos sin cargos ya fueron condenados y están en prisión.
Cuando lleguen las sentencias del STF, otras decenas de políticos quedarán excluidos de la actividad, al menos temporalmente. Siete de los 25 ministros nombrados por Temer están bajo investigación de la Procuraduría General.
El mismo presidente en funciones fue mencionado en denuncias de procesados que pasaron a colaborar con la justicia, a cambio de la reducción de sus penas, pero sin acusaciones que justifiquen su investigación o enjuiciamiento.
El Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que Temer presidió los últimos 15 años, tiene varios dirigentes acusados de corrupción, incluyendo a los presidentes del Senado, Renan Calheiros, y de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, a quien el STF suspendió de sus funciones por obstruir investigaciones.
También se complica la situación del nuevo presidente del partido, Romero Jucá, recién nombrado ministro de Planificación, quien podría verse forzado a renunciar por un escándalo estallado este lunes 23, que se suma al hecho de que afronta siete procesos ante el STF y el Ministerio Público (fiscalía general).
El diario Folha de São Paulo divulgó un diálogo entre Jucá y un empresario involucrado en la operación Lava Jato, ocurrido en marzo, en que el ministro sugiere un “pacto” para suspender esta investigación, una vez que se dictamine la inhabilitación de Rousseff.
Son nubarrones que desde ahora afectan la imagen del flamante gobierno y la movilización del apoyo parlamentario, necesario para aprobar medidas impopulares de ajuste fiscal, prioridad económica inmediata.
La Cámara vive una rebelión del llamado “bajo clero”, un bloque de diputados con poca significación que, organizados por Cunha, impusieron una orientación conservadora a medidas sobre temas como aborto y familia. Eso desafía la reconocida habilidad negociadora de Temer entre los diputados, de los que fue presidente en el pasado.
Temer ya tuvo que admitir varios errores en su intento de componer un equipo capaz de superar la crisis. Su gabinete no incluye ninguna mujer ni afrodescendientes. Intentó corregirlo nombrando a una economista, Maria Silvia Marques, como presidenta del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, poderosa entidad estatal de fomento.
En relación al Ministerio de Cultura, que había decidido subordinar al de Educación, dio un paso atrás ante las numerosas protestas del mundo artístico, protagonizadas por cantantes, actores y cineastas famosos.
La extinción de ocho ministerios ahorra poco, pero es un gesto simbólico para subrayar la decisión de reducir el déficit público, apuntado como factor central de la crisis económica reflejada en fuerte recesión, desempleo de 11 millones de trabajadores y una tasa de inflación de casi 10 por ciento.
Pero el sacrificio de carteras modestas en gastos como las de Mujeres, Igualdad Racial y Derechos Humanos, ahora unificadas en el Ministerio de Justicia y Ciudadanía, trasciende lo presupuestario, porque reduce la representación en el gobierno de minorías y temas relevantes para crecientes sectores de la población.
Los programas sociales, como el de Bolsa Familia y créditos para estudiantes pobres, difícilmente sufrirán recortes, por lo menos hasta la inhabilitación final de la presidenta Rousseff, porque cuestan poco y restarían respaldo popular a los nuevos gobernantes aún interinos.
El ministro de Hacienda, Henrique Meirelles, quien fue presidente del Banco Central durante el mandato de Lula, anunció sin embargo que “todos tendrán su cuota de sacrificios”, ya que equilibrar las finanzas exigirá medidas duras, como retrasar las jubilaciones para reducir el déficit del sistema previsional, de crecimiento explosivo.
La oposición de las centrales sindicales y los trabajadores en general pondrá a prueba el nuevo gobierno, que se podría calificar de centroderecha, en su capacidad de convencer la población de la necesidad de tales medidas y por ende obtener su aprobación por congresistas que miran su futura reelección.