Fueron encontradas en un sótano abandonado. En un viejo baúl, entre sencillos sesentosos de Dylan y los Beatles. Estos pliegos amarillentos, dan fe del aventuroso viaje de un escriba que vagabundeó como gitano por suburbios metropolitanos. Unos dicen que la travesía fue una voluntaria lección amplificada de lo que implica la renuncia. Otros sospechan que el tránsito del trópico hacia la frontera indolente de la nieve lo colocó en unos linderos donde pudo ser testigo del temblor propio de su pulso creativo. Lo cierto es que más allá de lo que unos u otros opinen, aquí, en este pedazo de crónica, se reúnen por primera vez las piezas dispersas. Ahora, usted tiene la oportunidad de comprobarlo.
(1)
En la nueva época del medievo, los dedos entumecidos del escritor no daban para más. Aquél entumecimiento en sus maltrechas manos era resultado de su búsqueda incesante. Y es que aquello de curiosear por los linderos de qué vino primero, el huevo o la gallina, en tiempos en los que la educación integral y cívica de los integrantes de aquel feudo era algo anatema, era peligroso.
Sucedía que para entonces el Gran Comendador había ordenado crucificar de cabeza a todo aquel que se atreviera esgrimir y actuar conforme a palabras como respeto, humanidad, compasión y solidaridad. Y por tal motivo –era de esperarse- pocos se atrevían a formular públicamente su opinión acerca de conceptos sencillos pero pertinentes, entre los que el escriba destacaba aquello de la transparencia o el derecho. Y a esa minucia de homo sapiens nuestro protagonista ingresó desde el pasado, cuando ya sospechaba que tras el brillo del oro se podían vislumbrar otras cosas. Para muchos fue incierta la génesis de su metamorfosis.
Quizás todo comenzó cuando encontró en una abandonada bodega de vinos, unos maltrechos libros de un tal Fromm y un tal Merton. Y gracias a la sagacidad de su anciano mentor verificó los bordes de aquellas páginas, por lo que no fue sorpresa dar con el arsénico en ellas impregnado. Artimaña que el Gran Comendador solía realizar para encontrar a quienes osaran trascender las normas cotidianas. Y fue entonces que el paulatino despertar comenzó. Desde entonces todo alrededor del escriba adquirió otros contornos, y lo oculto recibió relieve. Pero, no seamos anticlimáticos ni digamos más, pues de eso se trata el capítulo siguiente de esta serie.
(2)
El escriba está consciente del tiempo que vive. Sabe distinguir la entrelínea en el lenguaje de las gárgolas que muestran sus colmillos serviciales. Sin embargo, él, con la intuición que los mantras le han permitido desarrollar con el paso de los años, sabe lo que hay tras el velo facial: una sinapsis maquiavélica al servicio del Comendador.
Por otro lado, el escriba nuevamente padece lo que alguna vez apalabró. En aquella época había dejado momentáneamente sus típicas labores de amanuense que tanto le ocupaban porque era esencial que indagara su alma fragmentada. Y es que después que había llegado junto a su compañera de viaje a la cumbre Ítaca se vio abandonado bajo la sombra de un manzano. Fue entonces que se dio a la tarea de apalabrar esas sensaciones transmigradas del alma. Mediante el antiquísimo arte del verso, la metáfora, la prosa y la síntesis, compiló creativos universos, desdibujó los contornos vacíos de un testamento alquímico que tras la última página cumplió cabalmente con la dirección adecuada e indicada para seguir a flote.
Sin embargo, en esta nueva jornada. Ya no veía el uso de apalabrar tales sensaciones nuevamente. Desde los acantilados de la nueva megápolis veía como las huellas de su acompañante morena tomaban un rumbo incierto, a distancia de las suyas. Le quedaba claro que tendría que lidiar nuevamente con un hueco, ciertamente profundo, en el medio del pecho.
Quizás por eso conocía que la tarea sanadora que ahora le apremiaba no debía ser la misma. Y mientras pensaba que respiraba, solo hojeaba aquellos apalabrados pasajes del pasado, ecos de las nuevas sensaciones de turno.
En los paranoides linderos del Comendador, el escriba tiene total certeza de lo distinto que debía ser este próximo rito.
(3)
A veces el agua refresca los labios del escriba; único recurso en un largo día dentro de los límites amplios del reino del Gran Comendador. En ocasiones, su mirada se detiene en algún detalle casual en la indumentaria de una transeúnte de larga cabellera. Y esa pequeña cuerda a modo de pulsera o una florecita pintada de azul en un fondo blanco revelan, quizás más que los tatuajes que adornan el cuerpo de esas mujeres.
Lo cierto es que para continuar la rutina establecida por el ritmo megapolitano no es necesario para los asociados pensar. Ejecutar es la norma; lo único que se requiere. En este punto el escriba echa mano de recursos adquiridos durante el ocio santo; ese sacrilegio cognitivo, pura comedia para quienes compartieron con él un tramo… y cuando a ratos transgrede las rutas y normas de la zona en la comarca, los demás se dan cuenta de su equívoco. Y lo ubican fácilmente entre la multitud, por las camisas sin botones, por las salpicaduras rosadas entre la negrura turbia del uniforme. Mientras… Entiende que lo que pensaba supremo valor, es ahora una quimera utópica, tan válida o inválida como las demás.
Por eso, durante semanas, intenta la continua compañía del silencio mientras toca su dedo huérfano del sencillo anillo de madera. Un pequeño aro de cedro que su tacto involuntario reconocía de inmediato. La última ceniza palpable de la factura pendiente por haber sido él mismo, en un pasado remoto, abismo, acantilado, ser indolente, insondable, de pura arcilla.