Sandra está pendiente del teléfono esperando la respuesta a una entrevista de trabajo. Busca cualquier empleo, ha trabajado de camarera en bares y hoteles, atención al cliente y ha hecho mil cursos de formación. Aunque, puestos a poder elegir, preferiría cuidar a niños o ancianos. Su presencia y su tono en la conversación es contundente, tiene 31 años aunque hay vidas y contextos en los que la edad no nos dice nada de la experiencia acumulada ni de etapas vitales. Sandra, como el resto de mujeres entrevistadas víctimas de trata con fines de explotación sexual, son mujeres a los que sus contextos, sus decisiones y la vida les ha colado más obstáculos de los narrables –cuántos no se habrán quedado en el tintero de la memoria, borrados por la concatenación de desgracias–, pero que han tenido que ir superando porque seguía amaneciendo, dando lugar a unas mujeres en las que casi se materializa la capacidad de supervivencia del ser humano.
Sandra relata su vida asépticamente, sin autocompasión ni normalización de los abusos sufridos. Sólo a veces su fortaleza brota con tono de sorna, cuando la sucesión de dificultades se hace abrumadora incluso en el relato. Mientras, su teléfono no para de vibrar, es el presente y espera que tenga forma de un trabajo.
Sandra tenía 17 años cuando “como forma de agradecimiento a su abuela, la persona que más quería en el mundo”, con la que vivía por el alcoholismo de su padre -nunca menciona a su madre-, decide que va a darle una vida mejor viniendo a España. Para ello, consigue el teléfono de una mujer que traslada gente a este país europeo y que le confirma que tiene trabajo para muchachas como ella y que a cambio sólo tendrá que pagarle el coste del billete de avión. “Como yo pensaba que aquí caía el dinero del cielo le dije que sí, claro”.
Poco después el hermano de su “jefa” fue a buscarla “y me llevó a un brujo que me dijo que si, por ejemplo, yo no pago, me muero o que esa mujer puede hacer lo que quiera con mi familia. Me dieron algo para comer, luego me pidió cosas de mi cuerpo (cabello de la cabeza, de los genitales y de las axilas, y uñas de los pies y manos)”.
El caso de Sandra es paradigmático de la trata de mujeres con fines de explotación sexual con origen nigeriano. El empleo del vudú como forma de coacción, las redes de cercanía con el entorno familiar y las amenazas contra éste, así como la trampa de una deuda que se justifica a partir de los gastos del viaje y que puede alcanzar los 60.000 euros($80,000). Por ello Sandra es capaz de asegurar que tuvo suerte, porque fueron 45.000 euros ($60,000) los exigidos por sus tratantes, una rebaja que atribuyen a que Sandra no hizo el viaje en avión como se le prometió inicialmente, sino a pie con otras ya que finalmente el viaje no fue en avión, sino a pie con otras “sesenta y pico personas”, lo que les llevó un año y medio “porque no había dinero para coche”. Desde Nigeria a Marruecos. En el camino por el desierto, verse sobreviviendo gracias a “beberse la propia orina”, ver cómo compañeras de viaje tienen que dejar sus bebés -muchas veces fruto de violaciones de sus tratantes- “porque no tienen para alimentarlos y porque queda mucho hasta su destino”. Nueve horas en patera hasta España. Y doce muertos, porque volcó. En varios medios de transporte hasta Palma de Mallorca, donde le esperaba su “chula”. “Cuando me llevó a un club para trabajar, yo nunca había visto a gente así, desnuda, con tanga. Y después ella me dijo que ahora me toca a mí. Es una vida muy dura. Llamé a mi abuela y me dijo que volviera y la jefa me dijo que aunque volviera iba a tener que pagar. ¿Dónde voy a encontrar 45.000 euros ($60,000)para pagar?”.
“Cuando yo estaba sufriendo, sin fuerzas, bebiendo mi meado porque no hay agua, muriendo… Me arrepentí mucho. Ver gente muriendo, sin comida…”
“En Marruecos mucha gente abortaba sin tener idea de cómo hacerlo. Hay mucha gente de mi país que hoy no puede tener hijos porque se quedaban embarazadas y hacen cosas que no deben, gente que ha muerto desangrada y otra que vive por suerte, pero que no puede tener hijos”
“Mi chula todavía hoy tiene cuatro chicas (tratadas) pero no la voy a denunciar (…) Terminé de pagarle el año pasado y duermo muy feliz porque ya no me llama, no me insulta ni amenaza….”
“Cuando pagué le pedí todo lo que me había quitado (uña, pelo de la cabeza, axilas y genitales… para ritos de vudú)”
“Yo aprendí muchísimo aquí, (en la Asociación para la prevención, reinserción y atención de la mujer prostituida) de informático, de español, para cuidar a personas mayores, sobre drogas, a hacer currículos…”
Llegó en abril de 2002 y terminó de pagar la deuda en 2011. “Cuando les digo a mi familia que aquí no es tan fácil, no me creen. Pero es normal, yo tampoco lo creía”. Sandra sale pitando a una entrevista de trabajo. Tiene 31 años, fue víctima de trata, pero también y gracias al apoyo de la Asociación para la prevención, reinserción y atención de la mujer prostituida (APRAMP), Sandra ha aprendido a leer y escribir, español, informática, y lo que haga falta para seguir adelante.