Aunque la agenda de la cumbre de la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) que se acaba de celebrar en Chicago tenía más temas, Afganistán ha acaparado prácticamente toda la atención mediática y todo el tiempo disponible.
Trece años después de la última reunión celebrada en suelo estadounidense, los mandatarios de los 28 miembros de la Alianza- acompañados en algunas de las sesiones por casi una cuarentena de invitados, entre los que destacaba el presidente Hamid Karzai- no han podido evitar la sensación de que la organización hace aguas por todas partes.
Y esto ha sido así porque, a pesar del empeño en demostrar lo contrario, la estrategia definida para resolver el entuerto afgano no resulta creíble ni siquiera para los gobiernos implicados en ella.
De hecho, en el mismo momento en el que se pretendía enviar un mensaje de compromiso con el futuro de ese país (el ya célebre “entramos juntos y saldremos juntos”), el flamante presidente francés, François Hollande, ha confirmado su promesa electoral de retirar sus tropas de combate (en torno a 3,300 efectivos) para finales de este mismo año. La decisión francesa sigue a la adoptada anteriormente por gobiernos como el canadiense o el británico y se añade a la que acaba de anunciar igualmente el de Nueva Zelanda. Incluso el propio Estados Unidos reducirá- de 90,000 a 62,000 sus soldados en septiembre de este año.
Por lo que respecta a la Alianza se hace más visible que nunca la imagen de desunión que afecta a una organización que sigue perdiendo peso en el concierto internacional. La brecha entre Estados Unidos y el resto de los aliados sigue ensanchándose en la medida en que la crisis económica convierte en imposible el cumplimiento del acuerdo de dedicar el 2% del PIB de cada uno de los países miembros a la defensa.
Por el contrario, los crecientes ajustes impuestos por la obsesión dominante de la austeridad a toda costa están provocando el abandono o el retraso de planes de capacidades que habían sido acordados ya en la anterior Cumbre de Lisboa (noviembre de 2010). De poco sirve en estas circunstancias el esfuerzo de creatividad de los responsables otánicos, empeñados en vender la smart defense como la solución a todos los males actuales. La ilusión de “hacer más con menos” contrasta duramente con la realidad de que la OTAN está ya haciendo menos con menos.
En lo que afecta a Afganistán, resulta imposible ocultar la incapacidad de la ISAF para imponerse militarmente a sus enemigos en Afganistán. Y de ahí que se haya ido progresivamente reduciendo la ambición de la tarea a desarrollar, hasta dejarla en el actual objetivo de estabilizar el país, con el escasamente fiable Karzai al frente, para evitar que vuelva a convertirse en un foco de amenaza regional o mundial. Forzado por ese mismo clima de recortes, ahora se decide acelerar el proceso de transición de la responsabilidad en temas de seguridad sobre los hombros de las Fuerzas de Seguridad Afganas (FSA).
El presidente Karzai acaba de anunciar el inicio de la tercera fase de transferencia (de las cinco previstas) en este mismo mes, de modo que cuando finalice la seguridad del 75% de la población afgana estará en manos de sus propias fuerzas de seguridad.
También se ha modificado el objetivo de fuerza para las FSA, pasando de los 352,000 efectivos inicialmente previstos a los 230,000 para finales del próximo año. En definitiva, unos anuncios que no transmiten confianza alguna, en la medida en que vienen motivados por falta de presupuesto y por un inocultable deseo de abandonar cuanto antes ese país.
Así, la reducción en el objetivo de fuerza no responde a un menor nivel de amenaza sino a cuestiones presupuestarias. Finalmente se ha fijado un techo presupuestario anual de 4,100 millones de dólares- de los que el gobierno afgano solo pondrá 500, mientras Washington aportará 2,300 y el resto todavía sigue sin estar plenamente definido-, y con esa cifra solo es posible aspirar a los 230,000 ahora acordados.
Aún así, es muy optimista suponer que habrá capital humano suficiente para cubrir todos los puestos (sobre todo los que exigen una cierta cualificación profesional) y que todos los que se sumen a las FSA serán leales a sus mandos militares y políticos (el alto nivel de deserciones actuales indica justo lo contrario). En esas condiciones, el nivel de implicación de la OTAN en Afganistán después de 2014 es una incógnita que Washington no ha podido resolver.
Al margen de Afganistán, la reunión tampoco ha permitido avanzar en otros terrenos igualmente importantes. La reiteración discursiva del compromiso por cumplir los planes de capacidades que pretenden cubrir los evidentes huecos de la defensa euro-atlántica no se ha visto acompañada de hechos sobre el terreno, con lo que el desfase entre EEUU y OTAN-Europa se hace cada vez más notorio.
Tampoco se ha avanzado en la ampliación de la Alianza, con Bosnia-Herzegovina, Georgia, Macedonia y Montenegro en la posición en la que ya estaban anteriormente como países interesados en quedar cubiertos por el paraguas de seguridad, frente a la amenaza que invariablemente perciben desde Moscú.
Por último, tampoco se han logrado reconducir las tensiones con Rusia- no deja de ser relevante que el primer ministro Dmitri Medvedev abandonara Estados Unidos el día previo a la Cumbre-, motivadas sobre todo por las diferencias sobre el sistema de defensa antimisiles que Washington quiere desplegar en territorio europeo. Un indicio claro de ese incremento de las tensiones es la decisión aliada de convertir en permanentes las patrullas aéreas en la región báltica y el desprecio de Armenia y Bielorrusia a la invitación para asistir a la Cumbre.
No parece, en definitiva, que desde ningún punto de vista esta reunión vaya a ser recordada como un hito histórico. Al menos no en lo que respecta a sus decisiones y avances.
Fuente Radio Nederlands Latinoamérica