No hubo cobertura mediática, y fue mejor así. Era jueves. Un rato antes, cuestión de nada, una escasa lluvia había empapado, tímidamente, las calles y aceras, dejándolas a merced de cientos de pisadas que más tarde, a fuerza de transitarlas, las secaron por completo. De entre todas las manifestaciones que se han realizado en contra de la cuota en la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, así como la evidente mediocridad de sus directivos, es ésta quizá la que más ha calado por su carácter anónimo.
Una marcha silente, silenciada, silenciadora, que congregó a cientos de personas tan disímiles como conocidas, agrupadas gracias al gesto de no articular palabra alguna, ha sido para quien escribe uno de los actos más bellos que este conflicto ha provocado. Casi sin decirlo, por mensajes de texto, estudiantes y no estudiantes convocaron a una marcha que exigía vestir ropa blanca o negra, portar antorchas, velas, rastrillos para barrer quién sabe qué, y por sobre todas las cosas, guardar silencio.
En las barras, librerías, restaurantes, en las altas ventanas apenas alumbradas, la noche transcurría como cualquiera otra. Con retraso de una hora -ley sagrada en nuestro reloj insular-, llegaban los manifestantes allegados desde ninguna parte, como si toda la noche hubiesen permanecido imperceptibles hasta el momento de conglomerarse.
La orden en el conflicto que lleva tiempo estirándose como un chicle neciamente innecesario, ha sido la represión por parte de la policía, manejada por los hilos burdamente visibles del Estado y sus intereses. El jueves fue distinto. En una de las calles principales de la ciudad riopedrense, la gente llegó con tape en la boca, con cadenas atadas a libros que arrastrarían por el suelo, con antorchas y la imperiosa expectativa de decirlo todo sin hacerlo. Durante casi una hora, que pareció estirarse -como un chicle necesario-, una lenta masa blanca caminaba ocupando todas las calles donde la cosa ya no transcurriría como siempre.
No es novedad que la bulla, la fanfarria, la plena, los aplausos sean lo que prime en cualquier protesta puertorriqueña, máxime en el mes que corre. Sin embargo, allí estuvo, incólume, ese mar blanquísimo, tampoco tan amplio, de personas que ante el impulso imperioso de hablar, mantuvieron silencio hasta que el hechizó se quebró al final. Los policías que velaban, o más que velar, seguían con los ojos la marcha, previsiblemente se limitaron a contemplar. Y cómo no. Más brutal que la palabra, suele ser el silencio.
La gente que bebía, caminaba o comía a los alrededores tampoco le quedó otro remedio que no decir nada, a pesar de querer materializar la hermosura del acto aplaudiendo, gritando algo. Las bocinas de los carros enmudecieron, hubo quien dejó su cerveza a medias para unirse. Uno que otro policía buscaba desesperadamente, con rictus amargo, el rostro de algún manifestante para luego desviar inevitablemente la mirada, casi con vergüenza. En otros había algún asomo de extrañeza, o asombro liso y llano.
Allí estuvo Julia, defendiendo la llamita temblorosa de su antorcha con la mano ahuecada, el profesor de hace dos años, la señora de nombre desconocido, más allá Julio, el conocido de nombre impreciso. Todos, sin embargo, mientras duró la marcha dejaron de tener nombre. No hizo falta.
Al final, frente al portón principal, los manifestantes se apostaron frente a los policías y en consentimiento común gritaron por largo rato, hasta agotar las gargantas, sin que en el grito mediara palabra alguna. Fue un gesto animal, humanamente ensordecedor. Todo parecía posible hasta que una líder estudiantil quebró el mutismo para denunciar lo que es injusto y que ya se conoce.
Me hubiese gustado que el silencio perdurara, por minutos, por horas larguísimas. Ya desde alguna parte llegaba el ruido de un requinto, el aplauso de alguien. Todo volvió irremediablemente a la realidad. Queda, de igual manera, la sorpresa, la buena impresión o la simple certeza de que existen formas no habituales de expresarse, acaso más violentas
El autor es escritor
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