Luego de varias horas de encerrona por el paso del poderoso huracán Irma, pude comprender como nunca las comunes frases “trepando paredes” y estar “como león enjaulao”.
Al igual que los leones, los gatos -felinos al fin- el encierro impuesto les produce el encrespamiento y que parezcan globos al borde de la explosión. Aunque algunos seguro se relamen ante las siestas kilométricas, la raza gatuna en su mayoría no soporta que sus guardianes u otros seres les obliguen a enclaustrarse. Quizás nosotros los seres humanos tenemos mucho de los gatos y felinos. Pero este enjaulamiento es, sin duda, diferente.
Nos mantiene a oscuras, sin electricidad y “sin comunicación”. En estos tiempos, la comunicación -por medio de celulares, computadoras y tabletas- para algunos se ha convertido en algo tan normal como ir al baño por las mañanas y el hambre que da cada cierto tiempo. La maldición de los millenials -dirían algunos- pero la realidad es que babearse por ver el estatus más reciente de Facebook se le ha pegado hasta a los baby boomers.
En esas plataformas digitales posteamos y pegamos a nuestros muros, durante estos días, testimonios con relación al temporal: cuántas ráfagas se sienten, la agudeza del silbido del viento o cuántas palmas el fenómeno arrancó de sus sitiales. Pero para algunos, las baterías no duran tanto o necesitan ahorrarse porque no se sabe hasta cuándo estaremos sin electricidad.
Entonces, ¿qué hacemos? Está la opción de regodearnos por toda la casa como león enjaulao’, buscando una rendija para ver si ya terminó lo más fuerte. Dormir está descartado porque es muy temprano y porque está pasando mucho y nada a la vez. También están los juegos de mesa o jactarse de ese elixir propio de penas y celebraciones: la cerveza.
Las penumbras y el desprendimiento de las redes, ciertamente permite que otros medios y artefactos salgan del dugout y se paren en la caja de bateo. Tal es el caso de la radio. Y es que la radio, hoy amenazada por los nenes y nenas cool de Spotify y podcasts, reafirma su valor más que nunca en eventos como este. Algunos necesitan una considerable envoltura de aluminio en la antena para clarificar las voces que mágicamente expulsa. Otros, requieren de un pulso de cirujano para dar con el cuadrante deseado.
Aun así, embelesados escuchamos a estos seres que -quienes resguardados en sus peceras también conocen el encierro- sin tiempo para la edición instantáneamente intentan disiparnos la piquiña debido a la falta de información. Mejor aún, nos desprendemos de nuestro micro mundo en las redes sociales y encajamos nuestra atención únicamente en el estatus de un todo; en el estatus de nuestro País, de las comunidades más vulnerables.
Nos recuerda que en nuestra sociedad no todo el mundo vive en una casa hecha con el caluroso concreto armado. Basta con mirar las cerca de ochenta familias que perdieron sus hogares en el pueblo de Loíza y similarmente en los pueblos de Culebra y Vieques, quienes también soportaron el embate. Conocemos también a esos vecinos con los que raras veces cruzamos siquiera un buenos días. Ese desapego también nos recuerda a nuestros hermanos y hermanas caribeños de las Islas Vírgenes, Barbuda, San Martín y Cuba -quienes fueron despedazados por el fenómeno- que siempre los percibíamos como lejanos, pero hoy más que nunca los habíamos sentido tan cerca.
Ese puede ser el peor de los encierros. Algunas personas le llaman ombliguismo; el que las luces solo brillan para nuestro entorno. El mundo cada vez se achica y parecería que las fronteras se desdibujan poco a poco. Lo ideal sería que un huracán no sea nuestra única oportunidad a salir de nuestros encierros de vez en cuando.