Aquí en Puerto Rico persiste un gran desconocimiento del racismo. Como tantas cosas en la colonia donde el marco de referencia principal son los Estados Unidos, para muchos aquí el racismo es aquello que vemos, así de lejitos y por encimita, que ocurre allá: el discrimen, la segregación y el maltrato de las “minorías”.
Aunque entre nosotros sí hay quienes conocen de primera mano la brutalidad y la complejidad del racismo de allá, la gran mayoría en Puerto Rico desconoce la historia racial del Gran Norte: que esa nación se forjó y se constituyó a base de una economía capitalista esclavista; que esa república llegó a emancipar a los africanos esclavizados, pero luego de casi cien años de fundada y sólo para terminar su brutal Guerra Civil, para entonces, finalmente, concederles la ciudadanía; que ese país masacró a millones de los pobladores originarios para robarle las tierras; que el ejército de ese gobierno también invadió y le quitó la mitad del territorio a México; que esa sociedad reemplazó la esclavitud institucional por la segregación legal y la continuada encarcelación masiva de personas negras y latinas; que en ese pueblo las luchas por los derechos civiles en los ’50, los ’60 y los ‘70 todavía se están disputando, incluso al derecho humano a la vida misma, el de no ser legalmente asesinado por la Policía mientras se camina a pie o en auto por las calles, o hasta en una celda si es que llega a ser detenida con vida.
Quizás por desconocimiento de esa historia, muchos se rascarán la cabeza tratando de entender cómo es que en esa gran democracia puede haber, a estas alturas del siglo 21, un candidato presidencial burlón, vulgar, abusador y abiertamente ofensivo a personas negras y latinas —entre muchas otras— que reciba tanto apoyo entre sus electores. Pero conociéndola o no, muchos aquí suelen decir que en Puerto Rico la cosa es diferente, que aquí no hay racismo.
Lamentablemente, muchos tampoco nos percatamos de que a pesar de los grandes retos que aún persisten allá, las luchas antirracistas han logrado asegurar que en gran medida la gente, particularmente en los medios de comunicación masiva, así como en el mundo de las artes y el entretenimiento, ya se entiende que hay unas conductas y expresiones que ya son inaceptables, que simplemente no se toleran. Como, por ejemplo, el uso del “blackface”.
Aquí en Puerto Rico esa lucha popular de liberación racial no se ha dado. Todavía. Por lo tanto, como supuestamente aquí “el que no tiene dinga tiene mandinga”, mucha gente más clarita (y aparentemente blanca) se trata de curar en salud diciendo: “Yo no soy racista, ni puedo ser racista, pues yo tengo ancestros negros” (aunque más comúnmente lo que reclaman es ser de ascendencia taína y no africana).
Ocultamos que el racismo nació, no solo del ultraje europeo al África, pero de su propagación globalizante aquí en Puerto Rico y en el Caribe — unos 125 años antes de que los ingleses y holandeses llevaran sus primeras cargas humanas secuestradas de la Madre África a sus colonias en el Caribe y en el Gran Norte. Se nos olvida la realidad de que nuestros ancestros paternos, los españoles, fueron los que violaron a nuestras ancestras taínas y africanas; que fueron los españoles quienes, entonces, crearon y establecieron el sistema de castas para clasificar el producto de su proyecto colonial-genocida, capitalista-esclavista, fundamentalista-cristiano y machista-eurocentrado. Nos desprendemos emocionalmente al considerar el esquema de clasificación de seres humanos según el espectro colorista, el mismo que dio lugar la pigmentocracia que rige las relaciones sociales y escenarios laborales, educativas, culturales, religiosas, judiciales, etc., del Puerto Rico de hoy.
No por culpa nuestra personal, sino por la naturaleza colonial de nuestra cultura latinoamericana y por el diseño de nuestras instituciones, los hoy llamados “blancos” en nuestro contexto colonial isleño (ya que no así en el exterior), nos distanciamos de esta historia. Este distanciamiento de nuestro legado cultural racial supremacista nos permite refugiarnos en el mito de las tres razas donde, en el imaginario colectivo, siempre aparece la raza española como figura central, representativo de los valores de la belleza, la verdad y la bondad, según definidos por la cultura eurocentrada; los taínos, exterminados en los primeros 50 años del proyecto colonial español, rezagados; los africanos, eternamente encadenados, subyugados, inferior.
Pero, más allá, este distanciamiento psicológico colectivo permite que los llamados blancos andemos por la vida sin tener que pensar, ni por un momento en un día normal, en nuestra identidad racial ni en nuestra posición socio-económica-política-cultural privilegiada. Peor aún, el distanciarnos de esta realidad nos facilita el tratar de invisibilizar y negar los privilegios que nos da el vivir como blancos en un país racista. Y nos distanciamos más rápido que volando de la idea, de la mera consideración, de que podamos ser racistas. Como blancos, nos dejamos confundir con la noción de que para ser racista hay que tenerle mala fe o mala voluntad a las personas obviamente negras.
Sin embargo, desde el análisis crítico necesario como educador y organizador antirracista y como psicólogo de la liberación, así como por experiencia personal como latino racializado como inferior en los Estados Unidos y como persona aparentemente blanca y presumido superior en Puerto Rico, puedo afirmar que nuestros prejuicios raciales, conscientes o inconscientes, son, en cierta medida, lo de menos. Dado el esquema racista institucional y cultural de nuestro país, hasta alguna mala fe que podamos sentir o alguna mala voluntad que podamos expresar son, para efectos prácticos, de poca relevancia inmediata.
Dicho eso, sí hay un aspecto interno, psicológico, personal e individual que hay que tomar en cuenta, ya que es clave para entender y desmantelar el racismo. Este gran reto de toda persona aparentemente (o relativamente) blanca es que necesitamos percibir, reconocer, examinar y entender la internalización de un sentido de superioridad racial en nosotros mismos, personal e individualmente que es, a su vez, compartido con otras personas de nuestro colectivo racial.
La internalización de la superioridad racial blanca es un aspecto de la internalización psicológica de la opresión racial cultural, institucional e interpersonal que ocurre durante el proceso de socialización. Durante nuestra crianza y formación, por la familia, la escuela, los medios, etc., en nuestro entorno social, cultural, político y económico, cada uno de nosotros —de todos los grupos raciales— aprendemos y reproducimos narrativas compartidas (mitos, mentiras y estereotipos), narrativas distorsionadas sobre la supuesta superioridad de los europeos y sus descendientes (blancos) y la supuesta inferioridad de todos los demás grupos racializados, con los africanos —las personas negras— en la posición más baja de la jerarquía racial. Estas narrativas que informan y deforman aspectos importantes de nuestra propia identidad son, a su vez, validadas por la experiencia concreta cuando las instituciones del país las pone en efecto, sistemáticamente privilegiando a las personas blancas y rezagando a personas visiblemente afrodescendientes.
Para aquellas personas que se resisten aceptar esta noción comparto este breve ejercicio que hago con estudiantes al examinar la existencia del racismo institucional sistémico: en el último censo en Puerto Rico, unas 77% de las personas fueron identificadas como blancas, mientras se reportaron unas 23% personas de otras razas. ¿Si entraras hoy a un banco, una empresa, una universidad, al Capitolio, a la Fortaleza, o a alguna estación de radio o televisión, habrás de encontrar que 23% —más o menos una de cada cuatro personas— en puestos de dirección de esas instituciones son personas negras, personas que no sean aparentemente blancas? ¿No? Yo tampoco.
Tal es la dinámica, el ciclo vicioso del racismo cultural, al racismo institucional, al racismo internalizado y, de nuevo, a la siguiente generación, manteniendo así la cultura de supremacía blanca.
Más obvio aquí que en los Estados Unidos sabemos que en Puerto Rico hay un espectro, un continuo, entre blanco, mestizo, taíno, trigueño, jabao, mulato y negro. Eso, sin incluir, por no complicar aún más la cosa, a la comunidad asiática, entre otros grupos racializados en el país. En nuestro contexto socio-político-racial, es esencial que sepamos dónde estamos ubicados en este continuo; no solo dónde nos ubicamos nosotros mismos a base de nuestra propia experiencia subjetiva, sino además dónde se nos ubica en la cultura, como parte de qué colectivo racial se nos identifica, particularmente las personas del grupo dominante —a quienes históricamente se le ha asignado poder colectivo sancionado por el estado— en este esquema racial: los blancos.
Manifestaciones de “superioridad”
Para personas que, como yo, aunque de clara ascendencia multirracial, se nos identifica como “blanco”, una de las primeras expresiones de nuestra superioridad racial es, precisamente, nuestra negación de la existencia misma del racismo, ya sea en nuestro país, pero particularmente en nosotros mismos. Ya sea por ignorancia (porque nunca lo aprendimos, porque nunca se nos enseñó) o sea porque al considerarlo no lo queremos aceptar, no importa. Nuestra experiencia personal, como miembro del colectivo “blanco” típicamente no nos obliga a considerar nuestra ubicación en la jerarquía o de considerarla, ni nos requiere que cuestionemos nuestra posición privilegiada. Después de todo, irrespectivo de nuestro nivel de preparación, no existe ninguna profesión que requiera un entendimiento del racismo, mucho menos la autoreflexión y el autoanálisis.
Lo que me lleva a otra manifestación de superioridad: la presunción del derecho de acceso a los recursos y sistemas institucionales necesarios para nuestro bienestar. Tomamos por dado que ese acceso y control es nuestro derecho … al trabajo digno, a servicios básicos, a una buena educación donde el currículo y el personal represente certeramente mi pasado, mi presente y que me prepare para un buen futuro, etc. Lo cual sí es un derecho … excepto cuando se le niega o se le limita ese acceso y control a sectores de la población a base de su ubicación en el continuo racial. Ahí es donde ese derecho se convierte en un privilegio … cuando como patrón social el acceso se reserva para los escogidos. No porque seamos más merecedores, sino por nuestra ubicación en el continuo racial.
Son muchas las manifestaciones de superioridad racial blanca internalizada, más de lo que pudiera mencionar en esta nota. Pero hay dos más que necesito enfatizar. El primero de éstos es el sentirse con el poder de definir la realidad, la realidad de uno mismo y la realidad de otros racialmente diferentes y presumidos inferiores. Como cuando Ángela Meyer afirma:
“He considerado muy respetuosamente la opinión de aquellas personas que entienden que el personaje es una ofensa a la raza negra, sobre todo en estos tiempos en que pintarse de negro es totalmente innecesario por la gran cantidad de excelentes actores de dicha etnia. Honestamente, como no soy racista se me hace muy difícil entender que hubo prejuicio en nuestro medio hacia los actores negros, que tan abominable injusticia existió alguna vez y aplaudo su lucha con todas las fuerzas de mi sentido común.”
Fíjese que, aparte de su negación, ella afirma su poder de decidir si el personaje de Chianita es, o no es, una ofensa; ella es la que afirma su poder de definir si ella misma es, o no es, racista. Y que ella es la que afirma que “se [l]e hace muy difícil entender que hubo prejuicio en nuestro medio hacia los actores negros”, aparentemente sin siquiera indagar con éstos si fue así o no. Cuando uno ha sido criado y apoyado por toda una cultura, por toda una vida, a sentirse con el poder de definir la realidad de personas racializadas como inferiores no se nos ocurre que tal vez nos haga falta indagar, explorar, abrirse a la posibilidad que, muy a pesar de la buena fe y la buena voluntad, uno simplemente es ignorante, no sabe, no entiende el impacto negativo que uno, sin querer, reproduce. Mucho menos se nos ocurre la posibilidad de que las personas negras puedan definir su propia realidad — y cuidado si no también la nuestra, dado los serios lapsos en nuestro desarrollo humano como seres racializados como blancos.
La última manifestación de superioridad racial internalizada que señalo aquí es el sentido de impunidad: el actuar sin preocupación de impacto negativo alguno ni temor de castigo, penalidad o repercusión negativo a uno. O peor, como lo es lo que desde la psicología de la opresión y liberación de la calle llamaríamos técnicamente, la actitud del “¡Que se joda!” … como cuando la Meyer, no empece los reclamos a desistir de la resucitación de Chianita, anuncia:
“En el fin de semana se prueban distintos maquillajes y si no me causan alergia, les aseguro que su grito de esperanza, dirá solo una vez más ‘Voten por yo’.”
Este sentido de impunidad se da solo porque el sistema institucional que regula y controla los medios y los espacios artísticos así lo permiten. Después de todo, la impunidad no existe sin la inmunidad. Eso es, a menos que una comunidad antirracista organizada —de gente consciente de todo el espectro racial boricua— le haga ver que ya no está en sus intere$e$ seguir permitiendo este tipo de atropello racista.
Que conste que esto no es una censura al arte ni tampoco al espectáculo y entretenimiento. Es una mirada crítica a un aspecto poco discutido del racismo: formas en que se manifiesta el sentido de superioridad que hemos internalizado psicológicamente los llamados blancos en Puerto Rico. Ángela Meyer (la actriz) y Chianita (el personaje) meramente proveen el texto y el contexto para la crítica.
Pero, más allá de las observaciones y el análisis desde la psicología de la liberación, sino como organizador antirracista blanco (o relativamente blanco en el continuo racial boricua), este escrito es una denuncia a la insistencia de artistas en reproducir irresponsablemente actitudes de superioridad racial disfrazadas como “arte” sin autoexaminarse, sin indagar con colegas y comunidad, y sin ningún sentido de obligación ética de examinar el impacto negativo de su trabajo.
Es, también, una denuncia a los medios de televisión y prensa que avalan estas expresiones racistas y conspiran al propagarlas. Y es una denuncia a la clase artística del país que, como cómplices, se queda en silencio, dando así su consentimiento a esta práctica tan burda de racismo.
Claro está, que de estas actitudes y conductas de superioridad blanca no se escapa nadie en la altas esferas de poder cultural, social, económico y político de nuestra sociedad. Aunque alguno que otro podrá en un discurso mencionar la inclusión, no se habla de nuestra predisposición cultural, ya no dirigida contra nuestra afrodescendencia, sino implícitamente a favor de lo español, de lo norteamericano anglo, de lo europeo: de lo blanco.
Hay mucho trabajo por hacer en Puerto Rico en nuestra lucha antirracista. Y es aun más profundo y más difícil el trabajo que necesitamos hacer los que vivimos los privilegios de ser considerado blanco.