Los lunes en la noche, en vez de empuñar lápiz, libreta y libro, sus manos sujetan gasas, alcohol, comida, o simplemente se extienden para ofrecer una mano amiga. De esta manera, sus manos sirven de instrumento para sanar, no sólo los cuerpos abatidos, que como sombras surgen sigilosas durante la noche de los rincones de la urbe sanjuanera, sino también para atender las dolencias que trascienden el bagaje corporal.
Esta labor la efectúa un grupo voluntario de estudiantes del Recinto de Ciencias Médicas (RCM) de la Universidad de Puerto Rico, que desde abril del 2011 se ha dedicado a desarrollar el proyecto Recinto pa’ la Calle. Este esfuerzo consta de rondas nocturnas, visitando distintos puntos aledaños al campus para atender las heridas, ofrecer alimento y a su vez, brindar compañía a quienes habitan en las calles: personas médico indigentes.
Desde sus comienzos, este proyecto ha sido paralelamente apoyado por Iniciativa Comunitaria. Brinda la oportunidad a estudiantes universitarios a desarrollar su sensibilidad mediante el servicio mientras que ponen en práctica sus conocimientos médicos, indispensables y necesarios para su formación educativa y profesional.
Diálogo se dio a la tarea de insertarse en la labor de estos estudiantes durante uno de sus recorridos. Compartimos a continuación, la experiencia vivida.
Una de las estudiantes cura delicadamente las piernas de Elvin Daniel.
Las paradas, los diálogos, los personajes
Se detienen en un Car Wash, casi invisible a primera vista por su aparente insignificancia. Son apenas siete jóvenes en la ronda de hoy, todos estudiantes pero este número varía de acuerdo al tiempo disponible que tengan entre las largas noches de estudio, clases y pormenores del día a día. Se bajan del auto. Primera parada.
Al observar bien el local, se hace presente una silueta que surge del fondo. “¿Cómo estás, Mamita?” la sa- luda uno de los jóvenes, mientras le ofrece un abrazo. Mamita, de melena rubia, morena y de baja estatura, los recibe, como quien le llega visita a su hogar, rodeada de tres amistosos perros. Seguido, uno de los jóvenes comienza a tocar guitarra, y de repente, todo se ilumina con una alegría improvisada.
Mamita los lleva al fondo de su guarida, donde tiene dos carritos de compra con todas sus pertenencias, colchones, sillas y una bicicleta. Mientras conversan con ella, se desprende que Mamita trabaja allí lavando carros durante las noches, pero su residencia formal es un parque aledaño.
La conversación se desvía en torno a sus perros; su mayor orgullo. “Yo mato a cualquiera por los perros”, expresa desafiante- mente. Sus ojos sueltan leves lágrimas al observar a su pequeña jauría y al pensar en la crueldad de los humanos hacia los caninos que se encuentran en la calle, aboga por un mejor trato hacia estos. “No son perros realengos, son perros deambulantes. No son perros satos, son perros de raza indefinida”, dice con un leve tono jocoso dentro de la seriedad de su planteamiento.
Luego de una prolongada despedida, parten a la segunda parada de la noche, al lado de la estación del Tren Urbano San Francisco, cerca de donde deambulan dos hombres y una mujer. Se acercan tímidamente a recibir comida, es en ese momento que el equipo de voluntarios les pregunta si necesitan que le curen alguna herida. Uno de ellos, Elvin Daniel, de profundos ojos verdes y abundante barba, accede y los estudiantes proceden a curarlo. Comienza a llover copiosamente. Les cobija el techo de la parada, mientras conversan entre ellos y cantan el Villancico Yaucano. Se destaca la frase “… yo como no tengo nada, ofrezco mi corazón…”, mientras una de las estudiantes cura delicadamente las profusas úlceras en la piel de Elvin. “¿Ustedes hacen esto porque tienen que hacerlo?”, pregunta el hombre a los jóvenes. “No”, contesta simplemente una de las estudiantes, sugiriendo con su corta contestación que lo hacen porque quieren.
Finalizada la tarea, le dejan varios emparedados y café, y se despiden cordialmente. Continúan su ruta nocturna.
Llegan al otro lado de la parada, donde reside Flor de Ajo. Según los jóvenes, el hombre siempre dice un nombre distinto, pero este último lo ha repetido con más frecuencia, por eso, así lo han bautizado. Tenía de compañía, amarrada al lado de su cama, una perrita inquieta y juguetona. Le ofrecieron sopa y agradecidamente aceptó, con la condición de que también le dieran a su compañera de cuatro patas. Flor muestra ser energético, atento y conversador. Rápidamente echa de menos a otros estudiantes que no se encuentran en esta ronda, y que anteriormente lo han visitado.
El joven Luis R. Colón le regala una melodía a René, quien vive en la calle hace ocho años.
Luego de acordar traerle comida a su mascota y coordinar para llevarla a esterilizar, los jóvenes se despiden para continuar su trayecto. Hacen una breve parada en un oscuro callejón, donde vive Indio, un sujeto conversador. En el rato que le acompañaron, se dedicaron a hablar, todos de cuclillas, sobre religión, Dios, y la soledad. Una vez concluida la charla, el hombre les pidió que le tra jeran libros de colorear y unos espejuelos. Luego, los despachó diciéndoles “síganlo, tienen más gente que ver y curar”. Se detienen en la parada del Tren Urbano de Centro Médico, cerca de los bancos de cemento, donde descansa René, un hombre de 61 años de edad (8 de ellos vi- viendo en la calle). Se acercan jovialmente, le extienden comida y jugo, mientras le cantan y tocan guitarra. René se mostró confiado entre los jóvenes, encontrando oportuno conversar brevemente con ellos sobre su pasado. Habló de sus seis hijos, de su pasada carrera como mecánico y culpa a la “señora droga” como la causante de haberlo perdido todo. A manera de consejo, les dice “no siempre estamos arriba, cuando estén abajo, tengan cuidado”.
Como luego discutirán los jóvenes, abrirse a compartir su historia, de dónde provienen y cómo llegaron hasta ese instante preciso, representa un acto de confianza plena. Los estudiantes no acostumbran indagar sobre ello, pues en fin ni es necesario, dado que en su debido momento cada quien le regala el momento íntimo de contarles su relato, representación de la comodidad que estas personas sienten con los jóvenes.
Luego de finalizada la tertulia con René y visitar una casa en ruinas donde residen dos hermanos, a quienes les brindaron comida y a uno de ellos le sanaron una herida en la pierna, los jóvenes regresaron a los predios de Ciencias Médicas.
Finalizada la ronda, de pie en un círculo, se dedican a evaluar y reflexionar sobre las experiencias de la noche, conversando sobre las interacciones que tuvieron con cada persona que atendieron. Mientras conversan, refuerzan los principios de Recinto pa’ la Calle, indicando que aunque el propósito funda- mental del proyecto es brindar apoyo a personas desprovistas que viven en la calle, lo ideal es empoderarlos para que, por cuenta propia, salgan de ella. Para concluir la enriquecedora experiencia de esa noche, una de las jóvenes estudiantes declaró que “una úlcera que curemos, es un preocupación menos en la vida de estas personas”.
Solaigne Pérez, Mercedes López, Suleika Galindo, Milagros López, Sahily Reyes, Luis R. Colón y Marcos Salgado (de izquierda a derecha), son algunos de los alumnos del RCM que participan en Recinto pa’ la Calle.