The street finds its own uses for things -uses the manufacturers never imagined. The microcassette recorder, originally intended for on-the-jump executive dictation, becomes the revolutionary medium of magnizdat, allowing the covert spread of suppressed political speeches in Poland and China. The beeper and the cellular telephone become tools in an increasingly competitive market in illicit drugs. Other technological artifacts unexpectedly become means of communication, either through opportunity or necessity. The aerosol can gives birth to the urban graffiti matrix.- William Gibson Esos laberintos de asfalto y concreto donde usualmente terminamos anidando pueden liberarnos o sofocarnos. La rutina diaria, tan odiada y tan necesaria para aquellos que, parafraseando a Oscar Wilde, preferimos tener ingresos permanentes a ser personas “fascinantes”, usualmente tiene el efecto de desasociarnos de nuestro ecosistema urbano. Lentamente el gris de los edificios, las tonalidades pastel y el negro del asfalto comienzan a mezclarse y a crear una masa homogénea que vamos ignorando para mantener la integridad de nuestra salud mental. Pero hay ciertos momentos donde uno, ya sea guiando o caminando, se ve asaltado por señales en colores primarios que manipulan la decadencia del paisaje urbano al antojo del artista para obligarnos a revaluar nuestra relación con el espacio en que nos desplazamos. Ello sirve al único interés del grafitero: la provocación, enviándonos un mensaje a los que atravesamos dicha zona: considérense advertidos. La complejidad de dicha advertencia depende tanto del artista como de los espectadores. El grafiti, que en más o menos 20 años ha pasado de ser considerado una plaga estética en las fachadas citadinas a una forma de arte legitimada, en cierta medida, por las propias instituciones que gustan de darnos instrucciones sobre qué cosas debemos celebrar. Prueba de ello es la reciente muestra de “arte urbano” que realizara el museo Tate Modern de Londres. Allí se les permitió a varios artistas gráficos la utilización de las paredes externas del propio museo como canvas temporeros para sus obras. El equivalente local de dicho fenómeno fue Graphopoli, recientemente llevada a cabo en varios lugares del área metropolitana. A pesar de que de su faz no hay nada de malo con que las instituciones les den un espacio a los grafiteros para que hagan correr la tinta como les dé gusto y gana, existe algo ligeramente desconcertante en ver alguna figura de autoridad dándoles palmadas en la espalda. Ese tipo de escena lo único que me recuerda es la frase Romanes Eunt Domus. En la película Monty Python’s Life of Brian, el personaje titular, Brian, tiene la encomienda, como miembro del “Frente Popular de Judea”, de escribir un grafiti en la pared de la mansión del gobernador durante la ocupación romana que diga el equivalente en latín a “Romans Go Home”. Mientras escribe la frase, es agarrado, brocha en mano, por un centurión que, en vez de arrestarlo, se horroriza por el mal uso del latín que hace Brian en su grafiti. Luego de corregirle e indicarle la gramática correcta de dicha frase, Romani Ite Domum, lo castiga obligándolo a escribir la frase 100 veces más en la pared, lo cual termina en que la fachada entera del palacio del gobernador queda cubierta por la frase. Al salir el sol, los centuriones que supervisaban que escribiera la frase correctamente le dicen que “no lo vuelva a hacer” y se van. Cuando viene el cambio de guardia, los nuevos centuriones ven lo que Brian acaba de hacer y lo persiguen, pero el protagonista logra evadir la captura. El grafiti ha sido uno de los medios más comúnmente utilizados para hacer infinidad de comentarios político sociales por aquéllos que históricamente llevan una navaja escondida en su sonrisa cuando miran figuras de autoridad a los ojos. Recontextualizarlo en un medio artístico amigable al gobierno podría terminar acabando con el medio como lo conocemos. El buen grafiti, va más allá de eso. No respeta nada que no sea la inteligencia del que lo aprecia. El buen grafiti te debe obligar a reconsiderar tu relación con el espacio donde vives y siempre te recuerda que, tal vez, existe otra manera de vivir, de expresarse, de observar la ciudad, de hacer las cosas. Una de las cosas que hace especial al ahora llamado “arte urbano” es que crea un lenguaje codificado entre el transeúnte y el artista. Puede ir de intimidante a juguetón, y usualmente anda incubando una cierta picardía que hace a uno cómplice de lo que a una persona normal le podría parecer un mero acto de vandalismo. Pero hacer sangrar las paredes con tinta también tiene el efecto de mantener contentas a las compañías de pintura, a quienes los grafiteros les hacen más cosquillas en los bolsillos que en el alma. Pero como ya dijera el escritor de ciencia ficción William Gibson en su ensayo Rocket Radio, la calle le encuentra sus usos a la tecnología. El exhibit #1 en ese departamento es el colectivo de arte del Graffiti Research Lab, un grupo de arte experimental con sede en la ciudad de Nueva York que se ha encargado de proveerles a las masas tecnologías de “fuente abierta” (open source) para el uso de todo aquél que tenga la disposición artística y sociopolítica para cruzar arte y tecnología de manera indiscriminada a través de la urbe. Entre sus proyectos más famosos, está el desarrollo de la tecnología del LED Throwie, que es básicamente un diodo que emite luz, pegado de una batería y un imán con cinta adhesiva eléctrica. La construcción es particularmente sencilla y económica, lo cual hace de la producción casera de cientos de estos aparatitos algo tan común como matar las horas haciendo nudos de macramé. Al final del día, un rufián de cierta sensibilidad poética puede andar agarrado de un puñado de Throwies, listo para forrar una superficie paramagnética con luces de colores, siendo ésta una forma de grafiti que no altera la sustancia del objeto donde se peguen de manera permanente. Ello garantiza convertir cualquier escultura de metal en un arco iris instantáneo, mientras duren las baterías. A pesar de la acogida que han tenido los Throwies dentro de las subculturas artísticas de Estados Unidos, me temo que, dentro del contexto de Puerto Rico, una superficie forrada de esas luces de colores puede ser fácilmente confundida por una decoración navideña fuera de época. Pero es la naturaleza transitoria del arte urbano, ese deseo de no dejar rastros físicos permanentes, lo que ha llevado a la creación de lo que los artistas del colectivo del Graffiti Research Lab consideran un arma de sabotaje cultural masiva: el sistema de L.A.S.E.R. Tag. Este sistema combina un ordenador y un proyector para crear la ilusión de convertir un indicador láser de alta intensidad en una lata de aerosol gigante capaz de rotular cualquier edificio desde larga distancia, efectivamente dándole al grafitero el poder de forrar las paredes de edificios enteros de manera temporera. El láser convierte cualquier edificio en un tapiz donde se escribirían desde consignas de protesta, hasta obscenidades y, a su vez, el acto convierte al láser en un dedo del medio gigante mostrado (en algunos casos, literalmente) en la dirección de las autoridades. Visualmente puede ser un efecto poderoso y, bien que mal utilizado, de seguro va a provocar una reacción en el que lo vea. Si pudiera usar por algunos segundos un aparato como ése, probablemente terminaría escribiendo algo así como Romani Ite Domum en la pared de algún edificio del área metro.
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