En el abril de 1935, el psicoanalista Sigmund Freud tuvo que recalcarle a una madre- que buscó su consulta porque entendía que su hijo padecía de una “grave enfermedad” (era gay) – que la homosexualidad es natural. El gusto hacia personas del mismo sexo es parte de la existencia humana- desde siempre. Si, como bien Freud aclara, esta preferencia ha sido una constante en la historia de la humanidad, ¿por qué, como esta madre que acude donde el doctor, muchos la conciben como una patología, por qué la demonizan, por qué la maltratan y por qué menosprecian y denigran a los homosexuales? ¿Esta aversión ha sido infundada por una serie de construcciones sociales? Para, Néstor Braunstein- psicoanalista y profesor de filosofía- esto tiene que ver con la heteronormatividad. En su texto Goce y sexualidad, el estudioso argentino explica este término que, aunque no es masivamente conocido, engloba un conjunto de formas que desde antaño han buscado dirigir las prácticas de los seres humanos. La heteronormatividad según su reflexión es la norma social que se presenta como la columna vertebral de las sociedades democráticas de avanzada. Me interesó particularmente el hecho de que el planteamiento sobre estas normas sociales “corresponden a la ideología y a los prejuicios de los hombres blancos, adultos, de clase media, definidos en su orientación sexual hacia las mujeres, monogámicas y centradas en la pareja heterosexual como paradigma de la relación amorosa y en los valores del matrimonio y la familia”. Desde mis primeros recuerdos- y casi sin saberlo- me he rodeado de personas homosexuales. Hoy puedo componer esta certidumbre, antes no. Es que ellos habían decidido callar. Prefirieron ocultar sus preferencias. Silenciaron. Evitaron ese juicio público, las típicas miradas discriminatorias que construyen la existencia. Vivieron y algunos aún viven en el clóset porque esta mentalidad heteronormativa de sus pares, de la sociedad en general, los encerró junto a las “perchas”. Les coartó sus deseos. Es que sus placeres se salen de la línea, traspasan lo socialmente “correcto”. Sobre este hermetismo que ha caracterizado a muchos homosexuales del pasado, del presente y hasta me atrevo a afirmar que del futuro, traigo la propuesta del filósofo francés Michael Foucault. En su libro Historia de la sexualidad, este reconocido intelectual -y homosexual- dice que todavía en el siglo XVII algunas “prácticas no buscaban el secreto; las palabras se decían sin excesiva reticencia, y las cosas sin demasiado disfraz; se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito. Los códigos de lo grosero, de lo obsceno y de lo indecente, si los compara con los del siglo XIX, eran muy laxos”. Y luego advino, como el erudito sigue exponiendo, “un rápido crepúsculo de las noches monótonas de la burguesía victoriana. Entonces la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda. La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora. En torno al sexo, silencio. Dicta la ley la pareja legítima y procreadora. Se impone como modelo, hace valer la norma, detenta la verdad, retiene el derecho de hablar- reservándose el principio del secreto”. Y este secreto es hipócrita, entiende Foucault. Porque si bien la iglesia, entre otras instituciones, ha establecido unos modelos de comportamiento que persiguen criterios de moralidad que repudian la homosexualidad, es harto sabido que vulnerarlos también es norma, aunque se solape. Como la homosexualidad precisamente no cumple con esa función procreadora, y rompe con los criterios de la heteronormatividad, puesto que transgrede la “pareja legítima” que la moralidad fundamentalista impone, su férrea condena ha permeado en las sociedades antiguas y contemporáneas. Pero la homosexualidad, a pesar de todo nunca ha dejado de existir. Y, como explica Foucault, lo que sucede es que ha hecho mutis para buscar sosiego. En este sentido, la “perversión” busca esconderse. Se vive paralelamente. Vías- o vidas- paralelas Luego de adentrarme en los análisis de estos teóricos, de momento pienso en vías paralelas, pero más que vías, en vidas. Por un lado, una es la que circunvala alrededor de lo que “debe ser” y otra- con sigilo- recorre lo que realmente se desea. Así han tenido que respirar mis entrevistados. Porque como los prejuicios dictan ciertas reglas que se imponen en el juego de la vida, la homosexualidad, como explica Foucault- de una forma menos somera que la mía-, ha sido objeto de severas críticas, de tabúes e incluso de crímenes de odio, como el reciente caso de Jorge Steven López Mercado y como también lo fue el asesinato del cronista de sociales del periódico El Mundo, Iván Frontera, en la década de los ochenta. Estas conductas discriminatorias, agresivas, violentas han provocado que las preferencias de índole sexual, que se alejan de lo que algunos cánones de moralidad establecen, se cataloguen como pervertidas, impuras, invertidas. Entonces, muchos callan. Este es el caso del padre de Carola (nombre ficticio). Ella es una joven de 25 años que supo que su papá es gay atando cabos y señales a lo largo de su interacción familiar. La historia de esta chica ejemplifica la tesis de Foucault y pone de manifiesto una conducta silenciosa que todos los días se llevaba acabo entre más y más personas que esconden lo que prefieren, lo que son, porque los patrones sociales los juzgan. “Cuando mi hermana le preguntó (a su padre) si era gay, él lo negó, pero desde pequeñas nosotras nos hemos dado cuenta aunque él jamás nos ha hablado del tema”, indicó Carola, luego de confesar que supo que a su progenitor le interesaban las personas de su mismo sexo porque rebuscó en las gavetas y encontró una postal en forma de pene enviada por otro hombre y unos libros eróticos enfocados a homosexuales. Pero su relato se dramatiza aún más cuando sabemos que su madre murió del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA) al ser infectada por el papá. Este hecho en su familia es un tema que nunca se toca. Gobierna el secretismo. Como si fuera mejor no remover la cáscara de estas heridas. Nadie dice nada. Sin embargo, “todos saben (en la familia) que él es pato”, expresa Carola, notoriamente sin ánimos de mofa y haciendo uso de esta popular, aunque también vista como despectiva, forma de referirse a los homosexuales en Puerto Rico. Por otra parte, José (nombre ficticio), hombre de 50 años, casado por 24 años y con dos hijas adolescentes, hizo recientemente público su preferencia por los hombres. Hace dos años se divorció. Este señor sufre las constantes habladurías y chismes que le sobrevienen a esta noticia. La situación ha trascendido de tal forma que inclusive su vida laboral y social se han visto perjudicadas. “El clóset existe porque uno no puede salir de él. A estas alturas aún la sociedad no te lo permite. Yo sé de muchos casos de homosexuales ocultos tras una familia (como fue su caso) por miedo”, señala el que indica que su primera relación homosexual fue a los 16 años, pero que a los 18 contrajo matrimonio. Como en la anécdota de Freud “mi madre se sospechaba algo (sobre sus gustos) y me llevó al psicólogo”, apunta quien hoy día manifiesta sentirse más feliz al no tener que esconder lo que siente pese a que todos los días lidia con ese qué dirán “que no se avecina que tolere la diversidad. No fue fácil tener una vida paralela”, confiesa. Estos dos casos ejemplifican lo que la heteronormatividad de Braunstein y las conclusiones de Foucault sostienen: las concepciones de cómo deberían ser las conductas, más que las de cómo son, condenan al humano a reprimirse. A disfrazarse para salir a fuera. A encerrarse en el clóset, más que junto a una camisa vieja, junto a sus deseos.