¡Si todo el mundo se sentara a la mesa en el lugar que le corresponde, si revelara su verdadero oficio y su identidad, ya no sabríamos dónde poner la cara! […] Sí, el infierno debe ser así: calles con letreros y ningún medio para explicarse. Queda uno clasificado de una vez por todas.
Albert Camus, “La caída”, p. 49
En la fila de aquel cafetín, ellas dos se besaban besándose, y más al frente de mí, una muchacha se comunicaba con su novio con un llevaytrae de miradas, que atrajo mi atención. La turbada muchacha miraba a las dos ellas que se besaban besándose, y regresaba de nuevo a su novio, como si le estuviera pasando con los ojos la imagen de las dos ellas que se besaban besándose: «Mayday, Mayday, Dos Mujeres Se Besan, Mayday, Mayday, Dos Mujeres Se Aman y Se Besan».
Me percaté de lo que estaba sucediendo. Teníamos allí un espectáculo lésbico. Lo interesante es tener la oportunidad de ver la reacción de los espectadores ante espectáculos así, en la misma forma que a Hamlet le interesaba saber la reacción de su tío. La muchacha le transmitía el mensaje a su novio, con asco en las líneas de sus ojos, porque no era posible que en aquella fila poblada y lenta y apestosa a sobacos malhumorados, dos ellas se besaran besándose sin importarles quién reseñara lo que hacían. El novio, ni gesto hacia ella ni hacia el mundo en el que existía (pensando en los números del menú quizá), pero la ella, la novia, se mostraba alarmada, destemplada, a punto de coger la salida. Entonces dejó supurar el asco y lo dijo, dejó de hablar con los ojos, miró a los ojos indiferentes de su novio y se lo dejó saber clarito: «Fuchi», y volvió a mirar a las dos que se besaban besándose, reclamándoles, tal vez, que se voltearan las dos de una vez y que le vieran porque su opinión de cómo debía comportarse uno en una fila determinaba la consistencia y el término óptimo de lo que se estaba cocinando, dado que ninguno allí podría hacer una buena digestión después de ver dos mujeres amelcochaditas que se besaban besándose con tanta desconsideración.
Entonces se encontró con mi mirada y yo le devolví un maligno mensaje verde: «¿a ti qué tanto te importa dos que no tienen que ver contigo?». Se le turbó la cara, no supo si agarrarse del novio o de las paredes. A su alrededor estaban todos los letreros que yo no veía pero que, sin contingencias, la exponían a mi vista; se le había abierto el infierno de pronto sin tener el medio para explicarse, como Jean-Baptiste Clamence lo plantea, y no le quedó la menor duda que yo la estuve observando a ella todo este tiempo y que, para mayor perturbación de ella, tampoco escamotear el pensamiento de que, a partir de este punto, yo la seguiría mirando con la misma obsesión con que ella miraba a las dos que se besaban besándose.
Me dio cierto gusto poder gobernar sobre esta fugaz certeza en el que el otro se siente amenazado simplemente por tu mirada que, no es más que una mirada limitada, sin mayor alcance, pero que suscita algo en el otro de lo que tú nunca te enterarás completamente. Me sentí como ese personaje macabro de King que con su mirada traspasa el tiempo y el espacio de las personas del poblado de Little Tal Island, llevándoles al desquicio. Supo que yo estuve interceptando los mensajes de repulsión y asco que le retransmitía a su novio, y como que se me quedó mirando para confirmar que así era, y así se lo confirmé: «mi mirada ha leído cada pensamiento que le has enviado a tu novio».
Entonces la sintonicé en mi canal: ¿qué le importa a usted? Yo las vi una vez, nadie aquí las ha mirado más de una vez o dos, usted no ha dejado de alancearlas y de supurar sudores apocalípticos. Suéltelas, o suéltese usted: «deje de ir a la iglesia o dele una buena gaznatá a su novio a ver si se entera de que existe». Desnudarse implica deshacer un nudo. ¿Cuál es su nudo? Usted parece ser de estas personas que esconden siempre algo que –de saberse un día– se volverían locos negándolo, y que esos fuchis, esos qué asco, esos uy, se los dicen a ellos mismos, recriminándoles a otros lo que ellos desean o lo que desearon, o repudiando lo que un día amasaron con sus propias manos.
La mirada que yo vi era de vergüenza, de que me cogiste mirándolas, a ellas, a las dos ellas que se besaban besándose, mirándolas una y dos y tres, fuchi, y cuatro y ocho y catorce, hasta que la pregunta se hace inevitable: Buenos días, cuál es la prolongada atención disfrazada de asco, ¿te gustaría intentarlo, besar a otra ella, desamarrarte, desnudarte, por primera vez, como quieres, y después devolverte a la sociedad, a las trancas, al miedo, a la vergüenza, al terror de Jehová, a la penitencia infinita, a los ojos indiferentes de tu novio? Habla con franqueza, aunque lo primero que te salga sea un vagido que no se entiende. Eso pasa. Se llama: pánico. Da miedo lanzarse en contra, romper las paredes impuestas. ¿Te gustaría intentarlo? ¿No? Entonces suspendo la dialéctica: «Sí, dame el plato del día». La fila siguió avanzando.
Fuente: Camus, Albert. La Caída. Trad. Alberto Luis Bixio. Buenos Aires, Losada. 2005.
El autor es estudiante subgraduado de la Universidad de Puerto Rico y parte del grupo de colaboradores permanentes de Diálogo Digital.