Salvemos a Parra. La poesía se une al reclamo de cordura planetaria. En estos tiempos en que el respiro del mundo es menos mal un suspiro de bisonte, más bien nos valdría una carcajada por la estupidez humana. Habrá que replantearnos planetariamente, como si el globo terráqueo fuera el patio trasero que develan la ropa interior y los calcetines del vecino; como si se tratara de entender el mundo desde aquello que se ve, traspasado tu balcón. Pero la realidad no es tan simple, ni los molleros heavyweight que somete son tan dóciles ni cotidianos. La ecología es un eco. Es una forma de escuchar lo que se reproduce en sí mismo; donde la rutina de lo natural se construye sistemáticamente sin retrasos ni lamentos. Es, también, trasver la naturaleza desde el ojo óptico del que la habita y la posee sin desvirgar su objetivo primario: la perpetuación de las especies, pero, a su vez, también es un acto de barbarie, de un reconocimiento de esos amores perros que nos hacen ladrar y morder para y por la supervivencia. Nos sirve para algo; para reconocer la bestia interior, para saber que las cosas para las especies no tienen remedio; sólo son o no son; un ser o no ser en forma de colmillos, lenguaje y sangre vieja casi como en diálogo benedettiano donde su táctica es ser franco “y saber que sos franca/ y que no nos vendamos/ simulacros/ para que entre los dos/ no haya telón ni abismos”. Así se debe amar la naturaleza de la vida, aunque con ello, desaparezcamos; siendo francos con nuestro lado animal. Cuando Nicanor Parra dio a conocer sus Ecopoemas ofrecía herramientas para dialogar con esa perpetuación desde el cuestionamiento mismo de la sociedad, desde la democracia y el socialismo, desde el arte mismo. Es, precisamente en su antipoesía, donde el poeta urbano, irónico y sarcástico ya no se siente capaz de recitar alabanzas a la naturaleza, ni tampoco puede ser capaz de creer y celebrar la humanidad del hombre. Tampoco se puede incluir a lo divino, porque hasta eso es parte del cuestionamiento deconstructivo de la palabra antipoética. Desde el mismo lenguaje, el causante del primer dolor humano (porque no puede resumir la experiencia divina o porque ejemplifica nuestra distancia monumental con el resto de lo natural, y por ende, con nuestra esencia); desde allí el mundo se ha vuelto problemático y difuso; el mundo es ahora otro planeta inalcanzable. Una de esas herramientas, desde la forma del lenguaje, es el reciclaje lingüístico al cual Parra somete a su antipoesía, sobre todo en sus artefactos, construcciones visuales y verbales que bien valen un tema aparte. Utiliza los materiales a diestra y siniestra, de todos los campos posibles: los sermones, los discursos políticos, el periódico, para así contaminar el discurso poético, reciclando las palabras para su nueva contextualización territorial, para una nueva forma de consumo artístico. Para Parra, sin embargo, no podemos dedicarnos sólo a liberar a Willy o a salvar tortugas en términos literarios; se necesita de una conciencia crítica totalmente política para llevar a cabo cualquier tipo de proyecto ecológico, donde, en el fondo, habrá que desentrañar el lenguaje hasta sus últimas consecuencias. Por ello, habla, según sus propias palabras, de “un movimiento socioeconómico basado en la idea de armonía de la especie con su medio, que lucha por una vida lúdica, creativa, igualitaria, pluralista, libre de explotación y basada en la comunidad y colaboración de las personas. Los auténticos presupuestos de una ecología social, realizada más allá de los términos de una ecología académica y de conservacionismo ambiental”. Proyecto monumental para estos días donde sobrevivir es un arte. En sus ecopoemas, no exentos del humor que le caracteriza, pone la alarma hacia la inconciencia de los seres humanos cuando dice que: “Francamente no sé qué decirles/ estamos al borde de la III Guerra Mundial/ y nadie parece darse cuenta de nada/ si destruyen el mundo/ ¿creen que yo voy a volver a crearlo?” El Yo-Dios de Parra no lo reconstruirá, tampoco el Nosotros-Dios que deambula en nuestros siniestros vientres, porque el ser humano está hecho para la destrucción, no para la reconstrucción. En éstos los peatones son los proletarios; los burgueses, los automovilistas. Ambos transitan los espacios transversales de nuestra existencia material pero sólo los primeros son fieles a la animalidad en esencia, son los que utilizan la materialidad real tal como la utiliza la naturaleza como lo especifica este otro: “dice:/ proletarios/ versos/ burgueses/ léase:/ pacíficos peatones/ versus/ asesinos del volante”, donde los proyectos ideológicos están más que presentes. La recuperación que se hace de la democracia en forma proletaria es también otra forma de revolución más pacífica, hecha precisamente de aquellos elementos que nos atan a esta existencia: la relación, por demás conflictiva, entre nosotros y el mundo. Entre la naturaleza y la humanidad se desata una vieja lucha inconclusa y utópica: volver a la democracia verdadera con un reemplazo del sistema burgués al sistema proletario, o sea, desde el centro mismo de nuestra existencia: nuestra humana animalidad.
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