Este escrito es una muestra del trabajo realizado por los y las estudiantes del curso Acercamientos Irreverentes a la Literatura Puertorriqueña Reciente (ESIN 4992/ESPA 4992) en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. En el mismo echamos una mirada crítica a gran parte de la literatura publicada en Puerto Rico durante los últimos cinco años, cruzando los géneros de poesía, cuento, novela, ensayo y novela gráfica. El curso cumplió el propósito de armar, en conjunto, un marco teórico para mejor entender y comentar la literatura local más reciente, y también hizo las veces de taller de creación literaria. Puedo decir, sin riesgo alguno de rayar en hipérboles cursilonas, que como profesor y compañero, tuve la oportunidad de conversar y conspirar con un puñado de los más novísimos y prometedores escritores y escritoras del patio. Ahí vamos. – Guillermo Rebollo Gil
Un miércoles cualquiera, mi madre me busca a Río Piedras y me pide que la acompañe a entregar planillas. En el ínterín de entregas y clientes una de sus mejores amigas, Amy, la invita a cenar. Así, sin pretextos ni planes, terminamos en Guaynabo.
Amy vive con su pareja, Inés, en una loma con vista al mar. Es una casa humilde en tamaño pero grande en calor humano. Cuando llegamos, veo que mi madre abraza a Inés con un cariño inusual. La aprieta, le estruja el pelo. Inés está llorando, y lo infiero en la conversación susurrada que pronto rellena el silencio de la sala. Amy aún no ha llegado y solo estamos Inés, mi madre y yo.
“Hoy es… bueno, era, el aniversario de bodas de papi y mami”, me explica Inés y no demoro en abrazarla. No la conozco tan bien como a Amy, pero la abrazo como si abrazara a mi madre. Nos retiramos al comedor y entre conversaciones mi madre y yo ayudamos a poner, arreglar y adornar la mesa. En esas, llega Amy con su risa en eco, el vibratto de un alma llena de vida. La abrazo, hacemos algunos chistes y nos retiramos al comedor para comer.
Sin darme cuenta termino en la cabeza de la mesa. Sólo somos cuatro. La comida está servida e Inés termina de servir el jugo y de contarme su receta. “Eres el único macharán en la casa. Bueno, el único que habrá porque no creo que haya uno anytime soon”, dice Amy riéndose, apretando la mano de su pareja, sentada a su diestra.
“¿Qué crees, si como el macharán, el macho de la casa por hoy, nos diriges en oración?”.
Veo que Amy toma la mano de su pareja y también la de mi madre para orar.
Por el otro lado yo, vulnerable y sorprendido, escondo mis manos debajo de la mesa, sobre mi falda y hago puños derrotados.
“No, está bien, me encantaría que ores tú”.
“No, ínsito. Ora bebé, sé que oras precioso”.
Visita al fin, ¿cómo decir que no? No hay nada peor que hablar de religión en la mesa al comer y por eso no puedo decir que no, no puedo negarme, no puedo explicar que no creo en oraciones ni en un dios que me escuche.
Amy me pide que ore y me remonto a mi tiempo en la universidad privada donde, por un tiempo, cursé un grado en Teología con sueños de algún día ser un capellán en la milicia. Recuerdo en ese intervalo en el que me piden que ore al profesor Franco cuando decía que, como futuros ministros del Señor, éramos responsable de las almas que lleváramos al evangelio. “Su sangre, si se pierden a consecuencia tuya, está sobre tus manos”, decía en clase, con el entusiasmo fanático de quien ha conocido a su dios.
Recuerdo haber tomado una clase de etiqueta, or something like that, en una academia cristiana cuando estaba en noveno grado. La maestra de la clase —quien originalmente conocimos en función de bibliotecaria— era una mujer de unos 50 y plus años, morena, con pelo salt & pepper impecable. Siempre nos decía que no había cosa más impropia, peor o desconsiderada que hablar de religión en la mesa de comida. Religión o política, decía, como si ambos conceptos fueran palabras vulgares.
El “examen” final de la clase era una comida en Sizzler donde seríamos evaluados en la práctica. De casualidad, había un pastor de visita ese día y por razones ajenas a mí, terminó en el restaurante con nosotros. Junto con el profesor de Salud, insistieron en hablar de David, Moisés, profecías y las “señales del fin de los tiempos”.
Nadie de la clase les acompañó en la conversación aquel día, porque no había peor pecado —valga la ironía— para nuestra maestra que hablar de religión sobre la mesa.
Pensando en esto, en lo impropio que sería propiciar el tema de la religión, decido orar. Fue un discurso rápido. En la iglesia te enseñan que orar es “tener una conversación con Dios” pero para mí siempre me pareció un monólogo, un ejercicio vacío de devoción. Entonces, ¿cómo oro si no creo? No sabría decir, aunque lo hice en ese momento.
"Que lindo oras", dice Amy.
No contesté nada. No podía contestar nada. Sonreí, porque es fácil enfrentarse al silencio con una sonrisa que no te compromete en nada.
"Buen provecho", finalmente comento y comienzo a comer.
Luego de comer, Amy se sentó conmigo en el sofá y se recostó de mí, enseñándome vídeos de Inés cantando en una orquesta de salsa, mientras mi madre le hacía las planillas a Inés en la mesa del comedor. "Escúchala, lo bello que canta ese mujerón", decía Amy de Inés, sonriendo. En la mesa mi madre, escuchando a Amy, se reía. Inés hacía aguaje de no escuchar, pero sonreía también.
Si me equivoco con toda esta cuestión de dios, ya he hecho mi paz con el infierno. Me gusta pensar que el paraíso se encuentra en momentos pequeños de silencio con seres amados.