En un mar de colores y tutús, los brincos, los giros y la precisión hacen nadar a cada bailarín. Cuando giran, no son ellos, son figuras con siluetas perfectas, con un control casi innatural de sus cuerpos. Sus dedos, las manos, los hombros, el cuello -una línea perfecta sin tensión- extiende la armonía así como el frotar del agua y su fluir.
La función de “El Cascanueces” dirigida y producida por José Rodríguez, director de la organización sin fines de lucro BalletTeatro Nacional de Puerto Rico, estrenó el pasado sábado a las 8:00 p.m. en el Centro de Bellas Artes de Santurce. Para Rodríguez, el espectáculo es la culminación de ensayos diarios, una dosis cotidiana de estrés y mucho trabajo.
En un aparte con Diálogo Digital, el director narra las diversas tareas que hizo como productor de la pieza. En una recamara pequeña que le sirve de camerino, con un fuerte olor a maquillaje, y unas bombillas que de tan fuertes, emanaban calor, Rodríguez cuenta que la puesta en escena conllevó muchas horas de trabajo.
“(…) Como productor y director no fue fácil, tuve que hacer de todo. También soy bailarín en el show y teníamos que ensayar todos los días”, explica el bailarín.
Su gusto por la danza comenzó a los 18 años. Su padre quería que fuera jugador de baloncesto, pero al ver un grupo bailando “salsa jazzia’o” su interés fue más fuerte. “Pero yo no quería bailar ballet. Quería bailar lo que ellos bailaban, pero un día ellos [los instructores] me arrinconaron y me hicieron subir a coger clases de ballet”, dice.
Se lanza a contestar otra pregunta, cuando alguien abre la puerta de golpe. “Te necesitamos ahora. Es una emergencia”, interrumpe una rubia de algunos 30 años haciendo señales para que se apresurara.
Al percatarse que estaba con compañía, se acerca y le susurra al oído la situación.
“Perdón, pero tendré que ir un momento a atender un asunto”, se disculpa.
De regreso, tiene grietas en el maquillaje a causa del sudor. Cada segundo que pasa se ve más exhausto, pero su sonrisa no flaquea. “Ay discúlpame, pero me quiero quitar las zapatillas. Estas zapatillas funcionan como ‘springs’”, se las quita mientras ríe.
Continua explicando que ser productor y director de un ballet no es tarea fácil, pero que el premio final de cada bailarín es la satisfacción de hacer un buen trabajo.
“El bailarín tiene que hacer lo que le dicte el corazón. Tú bailas para ti, por más nadie. El campo del ballet no es fácil, especialmente para las mujeres. La competencia es dura y fuerte. Pero en el campo de ser bailarín, hay que ser humilde y tienes que ser de cuero duro, es un balance armónico. Este campo es para personas fuertes”, sostiene.
Quizás al ver los tutús, los colores y los maquillajes, la primera impresión no evoca fortaleza. No obstante, al verlos deslizarse en el escenario, con tanta gracia y sencillez, se confirma que los bailarines practican arduamente para adquirir la precisión y la perfección. Según el director, si éstos dejan de bailar habitualmente, tienen que comenzar a ir al gimnasio al menos dos horas diarias para adquirir la elasticidad y fuerza que requiera el espectáculo.
Así es su rutina –cuenta– levantarse a las seis de la mañana, preparar a su hija, llevarla a la escuela, y de ahí se va a dar clases. Luego, “voy al gimnasio, después ensayo por la tarde y finalmente a mi casa para después al otro día volver con la rutina”, añade.
En fin, con tal rutina diaria termina “esbarata’o”.
“Creo que es la adrenalina, porque uno está cansado y no sé como el cuerpo resiste tanto. Yo cada vez que voy a bailar tengo los nervios de punta. Entre más tiempo llevo haciéndolo, más nervioso me pongo. Por eso me tengo que concentrar en mí mismo. Yo soy un bailarín más y me enfoco en lo que hago. Después de todo, uno se siente bien”, concluye.
Al salir, los pasillos aún están llenos de jóvenes con tutús tomándose fotos. La Hada de Azúcar, ya fuera de su disfraz, con una camisa blanca sin mangas y unos mahones, se toma fotos con sus compañeros y relajan sobre su figura y otros chistes internos. Sin duda, la magia del espectáculo no reside en las figuras esbeltas, sino en la pasión innata que no los deja irse a casa.