I. El disparo fue a quemarropa. Le quemó la lengua, que se abrió en dos partes como la de una serpiente pitón. La bala fue a dar en las muelas de atrás, como cuando uno se ríe sin ganas. Saltó el esmalte, las platificaciones, y las del juicio, en un ricochet que ni mandado a hacer. El tipo probó su propia sangre. Le supo a plomo y sal. Sintió que bajaba por su garganta una piedrecita. Igual que las que sentía en la cavidad bucal. Escupió. Puros pedazos de dientes y muelas. Ahora estaba sentado en la bacineta del cuartel de la calle Loíza. Había tenido que pagar, de su propio bolsillo, una libra de carne frita, mofongo y una malta Corona. El sargento le regaló una pastilla de Exlax que guardaba para su uso personal. El asunto era así: si conseguían al perpetrador del disparo, y con él, el arma, les bastaría la bala para cerrar el círculo. O el triángulo. Qué más da. Ahora sí, tendría que cagarse de miedo. Las razones para el atentado eran oscuras. El único testigo, Ismael Torres, que andaba con la víctima, había relatado los hechos pero apenas habría visto la cara del individuo, pendiente como estaba de los gallos, las faldas y de escapar del fogonazo. Todo adornado con picos y espuelas. Y eso, de suyo, complicaba las cosas. -La balística es inexacta- habría dicho Francisco Velázquez, oficial investigador. Pólvora vieja, cañón sucio o mohoso, incapacidad de la bala de iniciar el movimiento rotativo, y si añadimos a esto el folclor de una pelea de gallera, estén todos los elementos de una leyenda urbana, arguyó. -Se tragó bala y presumo, muela. Eso requiere mofongo por 48 horas para que la expulsión sea amable-explicó, soltando desde su aliento unas formas humeantes que remedaban a una bailarina exótica que había en la 23. -Esto me recuerda una vez, en el 1969, en la que, cagándome irremediablemente, entré como torbellino en el cuartel de Utuado y me dejaron usar el toilette de la celda. No había papel. Le requerí al retén y éste me dijo, “campechano: es que eso es para los presos. O sea, se pierden derechos civiles y sanitarios cuando la autoridad te interviene”, exclamó, lanzando la colilla del cigarrillo por la ventana. -Aquí hay papel- aclaró el retén de la Loíza. Mientras tanto, en la gallera, lo que quedaba era un reguero de plumas. Y por si acaso, el solitario que estaba allí no había visto un carajo porque él acababa de llegar. II. Par de días más tarde, el testigo, Ismael Torres, fue citado a la oficina del fiscal. Allí dijo que el hermano Blas, que así se llamaba la víctima, cantaba en el coro de la iglesia. Como un ángel. Ahora esto se le iba a complicar porque la bala le había llevado parte del galillo. No pudo aportar mucho más al esclarecimiento del crimen aunque aseguró conocer un dentista de Río Piedras que podría hacerle un trabajo en la boca al hermano Blas, a contrapelo del que hizo la bala en su mutiladora trayectoria. En eso estaba cuando el agente investigador, Francisco Velázquez, hizo su entrada. Su rostro adornado de una sonrisa profetizaba algún dato interesante. Resulta que dos días antes del ataque a Blas habían asaltado a un distribuidor de automóviles de Arecibo. El hombre era famoso porque unos años antes, envolvía los carros nuevos en papel de estraza y los develaba en una fiesta de pueblo con bailarinas venidas de San Juan. Eran de un club de tercera categoría, zapatos desteñidos, medias de malla con agujeros, caras de aburrimiento, couldn’t kick higher than their roly poly waists, recordaba un amigo nuyorrican. Siempre algún chofer de carro público caía en la redada y compraba uno de aquellos autos. El asunto es que a Juan Hernández lo atracó un bandolero solitario. El distribuidor levantó las manos, pero del nerviosismo se tiró un peo con insolencia. El atracador, al parecer ofendido, disparó a mansalva y una bala hizo blanco entre ceja y ceja de Hernández. Uno pensaría que el hombre habría muerto en el acto. Pues no. La bala le golpeó sin penetrar. Cayó de bruses, quizás del convencimiento de que la muerte le habría llegado con el fogonazo, y en esos casos se supone que uno caiga al piso sin remedio. El asaltante huyó. Más de uno pudo verlo corriendo por la número 2 y montarse en un Bonneville como los que se envolvían años antes, allí mismo. El asunto es que cuando levantaron a Hernández del suelo, se sorprendieron de dos cosas: del chichón en la frente, y de la bala cerca de la puerta de salida del negocio. -Le abrá disparado con un arcabuz- opinó el filósofo Armando Cruz, que estaba allí por joder, pues un filósofo no tiene nada que hacer en la oficina de un fiscal. Aunque había una secretaria con unas nalgas soberbias, lo que quizás explicaría aquella presencia. En términos balísticos, aquella no era una aserción descabellada. Pólvora vieja de siglos, proyectil sin rotación, cañón mohoso o sucio de tiempo. En términos realistas…quién iba a andar asaltando o resolviendo peleas de gallera con un arma del año de las guácaras? – Hostia, entonces podría ser el mismo sujeto. Y la misma pistola- reflexionó el fiscal. continúa… *La red social-Facebook- los enreda en un relato detectivesco que escriben a 8 manos: el escritor y profesor Rafael Acevedo, los periodistas Francisco ‘Pancho’ Velázquez e Ismael Torres, y el escritor Juan Carlos Quiñones.
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