#FotoDeLaSemana / Como a eso de las cuatro de la tarde, de lunes a viernes, mi amiga Elena siempre interrumpía cualquier cosa que estuviéramos haciendo para salir a encontrarse con su viejo. Junior trabajaba como obrero en la construcción de un nuevo hospital en la capital y ella le llevaba la cena como pretexto para compartir. Instrucciones de su madre.
Lo conocí cuando la acompañé a visitarlo una vez. Era un tipo medio pipón y cascarrabias. Apestaba a cigarrillos y aquel día llevaba los cachetes sin afeitar. Cuando nos dimos la mano, casi ni se fijó en mí. Estaba cansado y sus párpados hinchados lo delataban. Yo, sin embargo, me fijé en él, especialmente en sus manos ásperas y magulladas.
Elena me contaba que Junior y ella acostumbraban encontrarse en el estacionamiento para sentarse en la caja de su “pick-up” Mazda y, en lo que él comía, ella miraba el atardecer.
Lo mismo hicimos cuando los acompañé. Junior comió lo que le habían preparado, recostado de su carro, mientras Elena y yo vigilamos cómo el cielo mezclaba sus azules con dorados.
Cuando se acercan las cinco de la tarde, al firmamento puertorriqueño se le confunde la sangre en un coágulo de colores y cansancio. Las manos del cielo comienzan rojas y pasan por rosado de camino a anaranjado. Junior no me habló casi, pero me alegro de haberle conocido.
Después de años sin vernos, me encontré a Elena en el aeropuerto saliendo en un vuelo de madrugada. Le pregunté por sus estudios y amigos en común. Me dijo que su padre y ella casi no hablan. Me dijo que por una artritis en las manos se quedó sin trabajo. Cuando nos despedimos, me senté a mirar los aviones despegar desde una de las grandes ventanas en lo que esperaba mi abordaje. El cielo estaba azul y un poco nublado.
Foto por Ricardo Alcaraz Díaz, texto por Iván Pérez.