El rugir del Tren Urbano, como un monstruo hambriento e insaciable, mezclado con los ritmos de la salsa, bachata y reggaetón de los celulares de algunas personas dentro del él, hace que al abrir sus puertas se sienta como entrar al estómago de una bestia ruidosa.
Lo llamé Samuel, para darle nombre al rostro de ese niño alto, flaco, quizás de siete u ocho años, que entró en la parada Roosevelt como a eso de las cuatro o cinco de la tarde. Samuel vestía una camisa roja de Superman y unos pantalones cortos, sus ojos brillaban con asombro, pero con recelo. Una señora mayor lo acompañaba y lo haló con delicadeza hacia ella cuando notó que quería quedarse cerca de las puertas. Como de costumbre, no había sillas vacías. Un muchacho les cedió su espacio y ella se sentó con Samuel en su falda.
“Cerrando puertas, precaución”, fue esta frase que causó un grito terrible de parte de Samuel. El niño se desprendió de su acompañante para correr hacia la puerta. Inmediatamente la música paró de sonar, la muchedumbre dejó de hablar, solo el rugir y los quejos de la maquinaria se escuchaban, entrelazados con los gritos de horror de Samuel.
Su acompañante miró a los pasajeros, casi todos la miraban, cuestionándola, juzgándola. Así comenzó el viaje dentro del estómago de la sociedad puertorriqueña, puertas cerradas, atrapados sin salidas.
La señora intentó en varias ocasiones controlar al niño, pero Samuel seguía sujetado a los bordes de la puerta. Unas señoras mayores comenzaron a comentar entre sí, pero en voz alta, “ese nene lo que necesita es una buena bofetá”.
Era obvio que Samuel tenía una condición. No sabría decir cuál, pero me atrevo a apostar que es autismo. Según autismopr.org, las rabietas es un síntoma común, especialmente porque el niño no puede decir cómo se siente, porque no puede decir lo que le gusta, o qué le está afectando. Y precisamente los ruidos del tren y de la gente, hacían un ambiente cargado y escandaloso capaz de afectarlo de esta manera.
De camino a la parada Universidad, las cosas se pusieron peores.
Para llegar a las próximas paradas, el tren debe pasar por debajo de un túnel. Se vuelve oscuro, se mueve más y, por cierto, suena más fuerte. Samuel no pudo más, comenzó a gritar desesperadamente y a golpear las puertas con fuerza.
“¡Qué clase de malcria’o!”, “Si mi hijo hace eso le parto la cara”, “Dios mío, me tiene loco”, “¡Señora, controle a ese muchacho por Dios!” reclamaban algunos pasajeros, molestos.
La señora, nerviosa, le gritó a Samuel y le dijo que se controlara que pronto iban a salir. Samuel solo gritó más. Los pasajeros se convirtieron en otro monstruo, ya no era el tren, era la gente.
Solo una señora que estaba sentada al lado mío, me miró y me dijo: “que gente más perversa. Es solo un niño especial”.
Al final del camino, parecería que la acompañante de Samuel no pudo más con los comentarios y se bajó en la estación después del túnel halando al niño por su brazo. Sin aún terminar de salir por las puertas, algunas personas empezaron a aplaudir.
La señora miró hacia atrás, sus ojos mostraron una tristeza y un dolor terrible que jamás podría darle las palabras exactas para describirlos.
Parecería ilógico que un país que tiene las tasas más altas de autismo en el mundo, según un artículo de El Nuevo Día en 2012, desconoce sobre la condición y más allá de eso, tenga poca tolerancia y sea capaz de recriminar a los cuidadores.
Según una encuesta del Departamento de Salud, se reveló que hay 28, 745 personas con autismo en Puerto Rico. Hasta el momento, la condición no tiene cura. En nuestro país, las escuelas no dan abastos para atender estos casos y los familiares deben costear los gastos que requiere el niño, por sus necesidades, por su aprendizaje y por su bienestar.
Casos como lo que le ocurrió a Samuel son un reflejo de nuestra sociedad, cuya cultura parecería estar dirigida a la violencia y al desprecio, aún con los más indefensos. Más allá de criticar el sistema educativo del país o las ayudas del gobierno hacia los sectores con condiciones especiales, es hora que como ciudadanos reflexionemos sobre nuestro papel como puertorriqueños, como hermanos, como hijos o como padres, moderar nuestro comportamiento y ser más comprensivo del dolor ajeno. Es una situación que nos afecta a todos como país y lo menos que necesita Samuel es que nos estemos quejando de él y aplaudiendo cuando se va.