Un álbum de fotos guarda en su interior toda la historia de María Rodríguez y sus dos hijas.
-“Enséñale una de bebé”. Nancy, la hija mayor, se niega a mostrar los enormes cachetes que la caracterizaban cuando era pequeña.
Madre e hija continúan pasando páginas. Se asoman recuerdos de la boda de María, del viaje a Japón que Nancy se ganó en la escuela por sus buenas notas, su primera graduación, el quinceañero en el que participó como dama, algunas vacaciones.
-“Esto era cuando mami iba a visitarnos, yo con las dos trencitas”.
María, de 55 años de edad, oriunda del barrio Tito Cabrera en Esperanza, República Dominicana, llegó a Puerto Rico en el año 1998. La mujer relató a Diálogo que su entrada a la Isla fue legal.
“Mi hermana mayor se hizo ciudadana y pidió a mi mamá, entonces mi mamá cuando llegó aquí nos pidió a los otros hermanos que quedábamos allá, porque nosotros entramos legal, no fue por yola ni na’ de eso”, afirmó.
Tras siete años de espera, por fin el permiso de residencia permanente de María había sido aprobado y el viaje a Puerto Rico era una realidad. El Consulado Americano, sin embargo, no incluyó en el permiso a sus hijas Nancy y Katherine Durán Rodríguez, a pesar de que sus nombres aparecían en la lista de familiares cuyas solicitudes para viajar habían sido entregadas.
“Me visaron a mí pero las hijas mías no me las visaron, ahí fue un golpe duro cuando me dijeron que yo podía entrar pero que en tres meses las hijas mías podía mandarlas a buscar”, recordó. Sin embargo, ese periodo de espera se extendió más de lo que le habían anunciado. “No fue así, la cosa se puso agria, esos tres meses se convirtieron en seis años”, aseguró.
La separación física
Un solo propósito mantuvo firme a María en la travesía que comenzó a su llegada a la Isla, “un futuro para mis hijas”. La separación era un hecho. Nancy y Katherine habían quedado al cuidado de su padre en la República Dominicana.
“Fuimos bien emocionadas al Consulado Americano para la entrevista, cuando nos encontramos con la noticia de que habían visado a mami pero nosotras no podíamos venir todavía. Habían unos documentos que someter”, indicó Nancy.
Una vez instalada en Puerto Rico, María comenzó a trabajar como cocinera en una escuela pública del País. El sueldo que recibía, sin embargo, no era suficiente para demostrar que podría sufragar los gastos de sus dos hijas cuando éstas llegaran a Puerto Rico, de modo que fue necesario adquirir un segundo trabajo. La recién llegada en aquel entonces, comenzó a cuidar ancianos los fines de semana, en un intento por alcanzar la cantidad de $19 mil anuales que le exigía el Consulado Americano para que sus hijas obtuvieran un permiso de residencia. El proceso, aún así, se extendió por mucho más tiempo de lo esperado.
A partir de la separación física, cada año durante el mes de junio o julio, María viajaba con un permiso a la República Dominicana para compartir con sus hijas.
“El mes más feliz de mi vida durante esos seis años era el mes en que mami venía, en seis años tuvimos seis meses de felicidad, […] la incertidumbre es mucha porque no sabes nada, gran parte de la incertidumbre del proceso es desconocimiento, tú como niño en ese momento simplemente sabes que no estás con tu mamá, que tu mamá se está yendo y que tienes que esperar a que te visen”, narró Nancy.
Las citas en el Consulado eran cada año. María entregaba algún documento y otro papel se añadía a lista, lo que significaba al menos un año más de espera. En medio del transcurso, varios documentos ya entregados perdían vigencia, lo que implicaba volver a solicitarlos, llenarlos y entregarlos. La espera culminó el verano de 2004, cuando finalmente obtuvo el visto bueno para traer a sus hijas.
Ese año, sin embargo, María enfrentó una dura prueba. Su jefe se negó a otorgarle los días libres que requería para viajar a la República Dominicana a buscar a sus hijas. “Yo dije, ¿después que yo me he sacrificado tanto y esas muchachas han pasao’ tanto, uste’ no me va a dejar ir? Mire yo me voy por encima de quien sea”, contó la dominicana, quien finalmente fue despedida de su trabajo como cocinera tras salir en busca de sus dos niñas. No obstante, el suceso no opacó el regocijo de la familia.
“Fue un momento bien alegre, yo terminaba la escuela superior y mi hermana terminaba el grado séptimo, terminamos el año escolar, yo tomé las pruebas hasta jueves y ya el domingo en la mañana estábamos aquí, la alegría de nosotras era que íbamos a estar con mami, no internalicé que estábamos mudándonos de país hasta el día que estuve aquí”, recordó Nancy, quien ya cumplía 16 años cuando finalmente obtuvo su permiso de residente, mientras su hermana Katherine tenía 13.
Posteriormente María recuperó su empleo tras presentar su caso ante el Departamento de Trabajo.
La adaptación y ciudadanía
La llegada a Puerto Rico representó el comienzo de otro largo camino, un proceso que, en términos burocráticos gubernamentales, le llaman “naturalización”.
Al igual que su madre, Nancy y Katherine habían pisado tierra boricua solo con un permiso de residencia, lo que las mantenía no solo en peligro constante de deportación, sino en una continua incertidumbre respecto a su futuro en el País.
Antes de solicitar finalmente la ciudadanía de los Estados Unidos de América, cualquier inmigrante debe, en primer lugar, poder demostrar que ha permanecido en territorio estadounidense como residente al menos cinco años antes de realizar la solicitud, debe ser capaz de leer, escribir y hablar inglés, debe tener conocimiento de la historia y el gobierno de los Estados Unidos de América y debe presentar un certificado de buena conducta sin antecedentes penales. La solicitud de ciudadanía americana tiene un costo de $680. A esto habría que sumarle gastos extra como sellos para documentos y servicios de abogado, si se trata de una persona que no conoce como llenar el documento.
La Oficina de Orientación y Servicios a Ciudadanos Extranjeros en Puerto Rico ofrece ayuda, incluyendo apoyo económico, para completar este tipo de procesos, aunque muchos extranjeros ni siquiera conocen sobre la existencia de este centro. Para el examen que les permite finalmente obtener la ciudadanía, los inmigrantes deben estudiar un libro que responde 100 preguntas sobre la historia estadounidense en inglés. En dicho libro, a penas se menciona a Puerto Rico como territorio americano, de modo que para cualquier extranjero la historia y cultura de la Isla es irrelevante.
Si se trata de un inmigrante de 55 años o más y que ha vivido en Puerto Rico por los pasados 15 años, puede solicitar el examen en idioma español. Nancy y Katherine obtuvieron su ciudadanía americana hace apenas un mes, 10 años después de haber llegado a la Isla. Su madre no ha podido completar el proceso aún, aunque cumplió con el principal propósito de su viaje a Borinquen. Su hija Nancy, hoy con 26 años, pudo completar su grado de Bachillerato y Maestría en Psicología Industrial y se desempeña como gerente y supervisora de un reconocido restaurante ubicado en el Viejo San Juan, mientras Katherine realiza estudios universitarios.
Para algunos el proceso es peor
A los que vienen en lancha o “yola” desde la República Dominicana, entre los mismos miembros de la comunidad de inmigrantes les conocen como los “doble a” o los “mojao”.
A veces, se convierte una tragedia en comedia, como tratando de calmar un sentimiento de impotencia.
Según María, “le dicen ‘doble a’ a los que vienen en yola, porque vienen con agua por delante y agua por detrás”. Luego del viaje a través del Canal de la Mona, los que vienen en la lancha apagan los motores y abandonan el navío para culminar el trayecto nadando, de modo que la Guardia Costera tenga menos posibilidades de encontrarlos. Por eso también les llaman “los mojao”. Ese medio de transporte ya es tan común entre la comunidad dominicana, que María lo compara con cualquier transporte público, pero con algunas restricciones.
“No pueden traer nada, si vienen mujeres no pueden venir con menstruación porque las tiran al agua, porque eso llama a los tiburones, […] esa gente vienen con el alma vendía, los que llegan aquí tienen que darle gracias a Dios”, dice María.
Una vez en Puerto Rico, el que viene indocumentado simplemente no existe. Según el Censo de 2010, en Puerto Rico viven 68,036 dominicanos y dominicanas. No obstante, en un reportaje publicado recientemente por el Centro de Periodismo Investigativo, José Rodríguez, presiente del Comité Dominicano de los Derechos Humanos, indicó que la comunidad dominicana en el archipiélago puertorriqueño sobrepasa los 300 mil, cuando se añaden los inmigrantes sin documentos válidos, los residentes temporeros y los permanentes. La Oficina de Orientación y Servicios a Ciudadanos Extranjeros en Puerto Rico, tiene como propósito brindar ayuda, precisamente, a esa comunidad que no es reconocida. No obstante, para Nancy y su familia, quienes conocen de cerca la historia de varios compatriotas, la Oficina no está cumpliendo con sus labores.
“Ya que existen esos lugares y que hay fondos asignados para eso, porque eso lo paga el Gobierno, deberían darle más exposición a esos servicios porque el mensaje no está llegando, hay mucha gente que no sabe a dónde ir, hay mucha gente legal e ilegal que cuando necesita un servicio no sabe a dónde asistir, no sabe donde le pueden ayudar”, resaltó Nancy. Al problema de los servicios y la invisibilización de la comunidad dominicana, hay que añadir el problema de discrimen y xenofobia del cual muchos de los vecinos isleños son víctimas, una vez llegan a Puerto Rico.
“Yo diría que la ignorancia es atrevida, y que antes de señalar, criticar contra una raza por un estereotipo, los invitaría a que conocieran más de nuestra cultura, de la República, de la gente dominicana, porque no todos son ladrones, no todos son delincuentes, no todas son prostitutas, como en todos lados, que hay dominicanos así, los hay, pero antes de emitir cualquier juicio desinformado, deberían educarse, hay mucha gente buena dominicana, bien trabajadora”, puntualizó Nancy.
“Uno lo que viene aquí es a trabajar”, añadió María, quien al final de la entrevista, me despidió, como decimos en “la isla”, con un buen plato de arroz con habichuelas y bacalao guisado. Mientras comía, ella guardaba en unos envases los alimentos que habían sobrado para ingerirlos al otro día… Me encontraba en un hogar como cualquier otro en Puerto Rico.