Es un asunto sobre el que no se habla mucho. Al menos no de manera especial, no de un modo adecuado a su importancia. La popularización de la fotografía que todos conocemos ha llevado a cada bolsillo una cámara más o menos grande o sofisticada, junto a un teléfono o separada de él, que permite a millones de personas tomar una instantánea en cualquier lugar o bajo cualquier pretexto. Me pregunto qué significa eso, qué importancia tiene, dado que tengo por cierto como fotógrafo que retratar a otro ser humano es un acto de intimidad y no deja de asombrarme el exhibicionismo con que las personas que me rodean disparan y disparan unas sobre otras sin mostrar reparos aparentes. Doy por hecho que, a un nivel profundo, no saben qué están haciendo. Aunque eso tampoco resulta tranquilizante.
Los japoneses tienen una razón para acumular fetiches fotográficos: la falta de espacio. En sus pequeños apartamentos apenas caben ellos de manera que todo lo demás ha de ser documentado de forma detallada y almacenado en un soporte pequeño y fácil de mover. Los demás no tenemos esa excusa ni somos los líderes mundiales en la fabricación de cámaras. ¿Qué hacen millones de personas a cada segundo inmortalizando poses ante monumentos, fiestas, paseos, rostros de amigos y desconocidos?.
Creo que es algo que podríamos llamar síndrome de posesión desplazada y consiste en tomar fotos de lo que no se puede poseer, de aquello con lo que no podemos establecer una relación, de modo que la imagen se convierte en un fetiche, un símbolo que remplaza lo real, un mapa detallado de cada fracaso, un preciso organigrama de vidas que se cruzan y se invaden sin pudor y sin profundidad. Miles de millones imágenes almacenadas en discos duros que prueban que estuvimos en tal o cual lugar con tales o cuales personas pero que no significan nada porque fueron reemplazadas, apenas otros segundos después por otras y otras en una especia de ficción irreal en la que documentamos con el objetivo nuestras no-vidas.
Esta imagen (me parece una gran fotografía) captada por mi compañero Jesús Signes hace unos días me hizo darle vueltas al asunto y volver mis pasos hacia Susan Sontag en busca de respuestas. No las encuentro, al menos no en el sentido exacto de mis inquietudes. Pero me inquietan sus palabras cuando afirma que las fotografías no solo sirven para cerificar la realidad sino para rechazarla “cuando se confina a la búsqueda de lo fotogénico, cuando se convierte la experiencia en una imagen, un recuerdo. El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto.”
Presiento que algo anormal ocurre, aunque no hallo la forma de expresarlo. Resulta paradójico. Una de las formas más precisas de conocer a un ser humano consiste en tomarle un retrato y eso se ha transformado en un modo de pasar por su superficie, para guardarlo como un souvenir sin valor que acabará en la basura en la próxima mudanza.
* Txema Rodríguez es fotógrafo y periodista. Licenciado en Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Lea el artículo original en El Fotográfico.