Un maestro, estudiantes y vecinos de Aibonito lograron lo que el Departamento de Educación no pudo. Rescataron instrumentos musicales, remozaron un anfiteatro y revivieron la banda que dio fama al pueblo. El Gobierno acaba de reducir a la mitad su oferta de instrucción en Bellas Artes, que ya está en ruinas en todo Puerto Rico.
Se abre la puerta de un salón de clases: los instrumentos musicales parecen víctimas de una masacre. El maestro de música José Aponte, un saxofonista y una clarinetista entran al aula y se les aguan los ojos. Descubren que el programa de educación musical escolar en su pueblo de Aibonito está peor de lo que habían imaginado.
En el salón de la Escuela Rafael Pont Flores aparecen flautas, piccolos y trompetas con teclas amputadas. En un extremo, dentro de contenedores cilíndricos, yacen trombones desprovistos de vara. Clarinetes sin boquilla, bombos reventados y maletines con restos de instrumentos están regados por el suelo, apilados unos sobre otros, cubiertos de polvo.
Instrumentos abandonados en la escuela Rafael Pont Flores de Aibonito. / Foto por Rojo Chiringa
El cementerio de instrumentos les evocó memorias de tiempos mejores, entre las décadas de 1970 y 2000, cuando un gran programa de educación musical alimentaba a generaciones de músicos de la banda que dio fama al pueblo.
El maestro Aponte reconoció entre los desperdicios del aula un saxofón. Recordó los años entre 1987 y 1993, cuando era estudiante de la banda y tocaba ese instrumento que ahora estaba marchito entre sus manos.
“Me dolió al ver cómo dejan perder algo tan valioso”, se lamentó José Aponte. “Me dio lástima ver cómo el Departamento de Educación deja perder unos recursos para el desarrollo de la juventud. Ese basurero de instrumentos estaba fuera de lo que yo había concebido”.
A pasos del aula, el maestro Aponte y los estudiantes encontraron que el Departamento de Educación también había olvidado el gran anfiteatro de la banda. El edificio que podía albergar a más de 250 músicos, que cuenta con cinco salones de práctica individual y dos de ensayo grupal, construido en los años 90 a un costo de más de $1 millón de dólares de fondos legislativos y municipales, gracias a la creación de una alianza educativa entre la escuela, la comunidad y familiares de estudiantes, estaba devastado por el abandono y la delincuencia.
Maleantes rompieron las ventanas y lo convirtieron en centro de consumo de drogas ilegales. Aponte y sus alumnos encontraron en el suelo documentos y métodos de música quemados. Las sillas rotas hacían juego con una alfombra cubierta de mugre, pintura, vidrios y pedazos del plafones deshechos. El maestro levantó del suelo un calendario: la historia de la banda estaba detenida en el año 2008, cuando la agenda daba testimonio de días activos de ensayos y presentaciones.
Pero la agrupación estaba rota.
Educación musical insuficiente
El estado de la banda de Aibonito refleja un problema educativo más grave. El Departamento de Educación mantiene en el abandono la enseñanza musical en todo el País. Un Puerto Rico que, paradójicamente, cuenta con la música como uno de sus principales productos de exportación y como uno de sus referentes para el imaginario mundial.
El director de la banda de la Escuela Elemental de la Universidad de Puerto Rico, en Río Piedras, constató los problemas de la instrucción musical, como parte de su tesis doctoral. Ricardo López-León entrevistó a 228 maestros de escuelas elementales, quienes le interpretaron la melodía de un sistema de educación musical en ruinas.
El estudio revela que el 80% de los estudiantes entre kínder y tercer grado, y un 77% de alumnos entre cuarto y sexto, no recibe instrucción formal de música durante el año escolar.
Los estudiantes no son los únicos que necesitan atención. Los maestros de música trabajan desmoralizados. El 67% carece de aula propia, y tiene que moverse de salón en salón dentro de la escuela para enseñar.
Los textos especializados en música son un raro ejemplar de museo. El 69% de los entrevistados dijo que por falta de presupuesto tiene que preparar sus propios materiales para enseñar.
Gráfica por Melanie Pérez Rivera
“La educación musical en las escuelas públicas elementales de Puerto Rico se puede catalogar de insuficiente”, sostuvo López-León en ‘Educación musical en las escuelas elementales de Puerto Rico: un estudio desde la perspectiva de los maestros’, publicado en inglés en la edición de marzo de 2014 del International Journal of Music Education, una referencia en el campo de la pedagogía.
La crisis económica y los procesos de reestructuración del Gobierno hunden más la oferta educativa en música. El secretario de Educación, Rafael Román, firmó el 13 de junio de 2014 una Carta Circular que, de cuarto grado hasta el nivel superior, reduce de uno a medio crédito el requisito de clase electiva en Bellas Artes.
Al aumentar de 50 a 60 minutos el período lectivo para clases consideradas académicas, como español, inglés, matemáticas y ciencias, la orden redunda en menos tiempo para cursos como música y teatro, que complementan la formación intelectual del estudiante.
Si la escuela no tiene un instructor especializado en música, la disciplina la impartirán maestros de clases académicas de forma “integrada”. Se trata de un eufemismo para decir que, en realidad, la materia no se enseña, sino que se incluyen elementos de ésta, por ejemplo, en la instrucción en matemática. Un ejercicio que se hace es enseñar las tablas de multiplicar cantando un rap.
Ingobernabilidad en el Departamento de Educación
La Escuela Federico Degetau, dentro del casco urbano de Aibonito, no necesitó de una Carta Circular para que le privaran de la música. La directora, Carmen Alicea, abre el candado de un salón, y la luz de la tarde entra por las ventanas laterales, alumbrando las sillas vacías. Los estudiantes tienen un aula de música y en dos años no lo han usado para recibir su crédito de electiva libre en esa materia. El maestro, José Aponte, está suspendido.
Su caso ejemplifica cómo la burocracia y la ingobernabilidad del Departamento de Educación sabotean a los maestros. Aponte radicó una querella contra la directora Alicea, en marzo de 2012. Un mes después, el ex secretario del Departamento de Educación, Edward Moreno, le envió una carta al maestro, alegando motivos para pensar que él se encontraba mal de salud. Le hicieron someterse a evaluaciones psiquiátricas.
La empresa que le hizo las pruebas, Inspira, aún no ha entregado los resultados, porque el Departamento de Educación no le ha pagado por alegados servicios prestados, según Carlos Beltrán, director de la división legal de la agencia gubernamental. Sostuvo que mantiene conversaciones con la compañía para revisar si los trabajos estaban dentro de lo establecido por el contrato, para tomar una determinación final sobre el caso.
En medio del cierre de escuelas públicas por falta de fondos, Aponte sigue cobrando su sueldo de maestro sin dar clase. Dos años después de su suspensión, el Departamento de Educación no le ha explicado por qué lo suspendió.
El tesoro cultural del pueblo
Al mencionar la palabra música, en Aibonito hay quien piensa de inmediato en la banda escolar. Cómo no, si desde que los estudiantes entraban en la escuela elemental les ponían una flauta dulce en las manos, les hablaban de teoría musical y les decían que debían prepararse bien para estudiar algún día con José “Pucho” Rivera.
Pucho dirigía a jóvenes de diferentes escuelas intermedias y superior que habían tomado su clase electiva de música. En horas extracurriculares ensayaban en la agrupación que fue considerada la banda escolar por excelencia.
La banda era la institución cultural principal de Aibonito. Tocaba prácticamente en todos los barrios del pueblo. Presentaba un concierto especial de primavera. No había graduación de escuela superior sin su música. Los estudiantes se montaban en un camión y recorrían el pueblo para llevar un concierto especial cada Día de las Madres.
Debbie Ortiz, ex alumna de Pucho, recuerda esos años mientras recibe a clientes que compran ofertas en su agencia de viajes o envían dinero por Money Gram. Independientemente de que ella siguiera una carrera como contadora y agente de viajes, aquellos años de educación musical la formaron.
Por las calles aledañas al negocio que regenta, en los alrededores de la plaza de Aibonito, la veían marchar con su uniforme violeta de la banda mientras tocaba el saxofón.
“Tocábamos en cada fiesta patronal. Había piezas en las que los músicos soltaban los instrumentos y empezaban a bailar. Me atrevo a decir que éramos la mejor banda de Puerto Rico”, contó Ortiz.
La nostalgia de ella, sin embargo, no era sólo por volver a tocar el saxofón. Quería tocar en tarima junto a sus compañeros de banda.
Pucho se jubiló en 2005 y la institución cultural de Aibonito perdió el rumbo. El Departamento de Educación, carente de un programa ambicioso en educación musical, no mantuvo la banda.
El maestro de música José Aponte fue alumno de Pucho y conocía la banda como un buen comandante a su pelotón. Sin ser un virtuoso en ningún instrumento, le sacaba música a todo lo que le cayera en las manos.
Había estudiado educación musical en la Universidad de Puerto Rico. En 2005 obtuvo el reconocimiento de Excelencia Magisterial, entre otros 100 educadores escogidos por el Departamento de Educación alrededor del País. Un año después viajó a Orlando, Florida, con un grupo de alumnos de escuela elemental para un concurso de bandas. Regresaron al pueblo con el premio del primer lugar.
Cuando fue trasladado a la Escuela Rafael Pont Flores de Aibonito en 2007, se encargó de levantar la banda. Más de 150 músicos, abanderados, porristas y bailarines continuaron la tradición. Tomaron tanta fuerza, que el grupo Calle 13 les invitó a grabar el sonido de marcha de ‘Los de atrás vienen conmigo’.
Pero en 2009, la Ley 7 del ex gobernador Luis Fortuño ordenó que todos los maestros que habían sido trasladados regresaran a sus puestos originales. Aponte volvió a la Escuela Federico Degetau, y no pudo seguir dirigiendo la banda cuya sede estaba en la Rafael Pont Flores.
Y así fue cómo la institución musical de Aibonito volvió a caer.
En busca de llenar el vacío
El virtuoso saxofonista Miguel Zenón, uno de los mejores exponentes mundiales del jazz de su generación, vivió en carne propia las deficiencias en la enseñanza musical de un sistema educativo a la deriva.
Cuando estudiaba en la Escuela Libre de Música Ernesto Ramos Antonini, en Hato Rey, entre 1988 y 1994, la institución especializada enfrentó problemas con la infraestructura y tuvo que cerrar temporalmente.
“Estaba tan demacrada que no la podíamos usar. Vi cómo el teatro se llenaba de hongo, se rompían los asientos y nadie los arreglaba”, recordó Zenón. “Nos desbandaron”.
El saxofonista y sus compañeros tuvieron que irse a escuelas cercanas para tomar clase y poder graduarse. Después de estudiar en la universidad Berklee College of Music, en Boston, empezó a jugar con en el saxo durante muchas horas. Componía nuevas piezas, impartía clases y vivía de la música y para la música.
Un día de 2007 tomó el control remoto en su apartamento en Nueva York, saltó de canal en canal de televisión y encontró las imágenes. Los integrantes de una de sus bandas de rock predilectas, Sigur Ros, aparecían en escuelas, playas y campos, durante un peregrinaje musical para homenajear a fanáticos y a su Islandia natal.
¿Y si pudiera hacer lo mismo en Puerto Rico? ¿Y si llevara su arte a pueblos rurales que no están expuestos a grandes actividades culturales, y mucho menos al jazz?
Un año después, en 2008, recibió la llamada telefónica de un representante de la Fundación Mac Arthur.
—¿Sabes qué es la beca Mac Arthur?
—Sí, dijo Zenón sin caer en cuenta de la noticia.
—¿Estas sentado?
—¿Me debo sentar?
—Quizás te debes sentar porque te la ganaste.
Quedó aturdido por el garrotazo de la sorpresa. Desde ese momento en adelante, el artista iba a tener en el bolsillo medio millón de dólares; medio millón, para hacer lo que le diera la gana. Y con parte del dinero que había ganado comenzó su propio peregrinaje musical: Caravana Cultural.
A su modo, habría de llenar parte del vacío de la educación musical en Puerto Rico. “No hay nada como el arte para hacerte mejor ser humano. Puede cambiar la vida de tanta gente”, opinó Zenón. “Cualquier persona que se haya enamorado de las artes te lo puede decir. Aunque haya terminado como principal oficial ejecutivo o como presidente, la música los formó”.
Zenón invitaría a estudiantes de música en diferentes pueblos, para que subieran a escena junto a músicos profesionales. Cada presentación estaría precedida por una charla educativa abierta al público, en la que se discutirían elementos del jazz, la improvisación y las leyendas que habían compuesto las piezas que se iban a presentar. Sería un concierto y una actividad educativa.
Caravana Cultural Comenzó en 2011 en Barranquitas y empezó a hacer noticia enseguida. El cineasta Gabriel Coss pensó que allí había material para un buen documental.
Cuando Coss ganó el concurso DocTv Latinoamérica para documentar Caravana Cultural, él y Zenón empezaron a mover una historia que el Departamento de Educación no había movido.
Ilusiones recobradas
José Aponte pasaba los días limpiando la casa de sus padres y viendo programas en National Geographic y Discovery Channel. Llevaba 20 meses sin tener noticias sobre su situación laboral, cuando en febrero de 2014 recibió la llamada de Miguel Zenón.
—¿Como ve la posibilidad de hacer el concierto con ustedes?, le preguntó el saxofonista mientras hablaba por Skype desde Frankfurt, Alemania, donde estaba grabando un disco.
El maestro respondió desde Aibonito, mientras lo grababan con la cámara. Lucía una sonrisa mezclada con incredulidad.
Aibonito había quedado descartado cuando la producción del documental estaba escogiendo el pueblo en el que se llevaría a cabo el concierto de Zenón para documentarlo. ¿Cómo era posible que Caravana Cultural, que requería de estudiantes preparados para tocar con el virtuoso, se celebrara en un pueblo donde la educación musical estaba tan olvidada y el maestro se encontraba suspendido? Entonces la producción dio marcha atrás: Aibonito era el lugar ideal.
“Vimos la oportunidad de que la música del pueblo fuera a moverse, por eso lo escogimos”, explicó Coss. “El reto iba a ser más interesante y el resultado más importante porque íbamos a construir algo”. Los documentalistas captarían subjetivamente el cambio que ellos mismos iban a provocar.
José Aponte le advirtió por teléfono a Miguel Zenón de que el salón de la banda era un chiquero.
—Eso da ganas de llorar.
Pero aseguró que sí podría preparar a un grupo de estudiantes.
—Sería interesante también explorar la posibilidad de incorporar, qué sé yo, quizás algunos miembros del marching band o algo, para uno de los temas también, yo pienso que sería bonito, añadió el saxofonista.
—Eso desapareció, eso desapareció, ehh … ¡y yo voy a ser Houdini! —aseguró Aponte— ¡La voy a volver a aparecer!
Sintió miedo y felicidad. Aún se preguntaba si estaban jugando con sus sentimientos. Lanzó un lápiz contra una mesa como si lanzara un dardo al blanco, y dirigió una mirada triunfante a la cámara de Gabriel Coss.
Aponte comenzó a llamar por teléfono a estudiantes a quienes les había dado clases. De entre los talentosos, esforzados e interesados, escogió a cinco para que fueran los personajes del documental: Leonardo Pedrogo, saxo alto y barítono; Jean Michael Giménez, saxo tenor y soprano; Kaleb Ortiz, saxo alto; Deborah Rivera, clarinete; y Arnaldo Colón, trombón.
Habló con antiguos miembros de la banda rota y les contó que necesitaría reactivarla.
“Era como en las películas, cuando los viejos superhéroes están desactivados y gordos y sin sus poderes, cada uno viviendo por su cuenta, y de pronto los llaman para que cumplan una misión importante”, contó Coss. “A donde quiera que el maestro iba, los músicos lo seguían como al flautista de Hamelín”.
Una pizzería local prestó una guagua, colocó altavoces en la capota y pasó por las calles de Aibonito, reproduciendo la pieza ‘Oh when the Saints’ que interpretó Louis Armstrong, a quien se le dedicaría el concierto. El Comité Pro Rescate del Patrimonio Cultural de Aibonito, creado tras la llegada de la producción del documental, pedía ayuda para reactivar la banda y limpiar el anfiteatro. A la primera actividad de limpieza respondieron 30 personas.
“Las cámaras hicieron posible que abrieran las puertas al anfiteatro para el concierto”, afirmó Aponte. Luego, la administración escolar y el Municipio se preocuparon por la opinión pública y movilizaron a empleados para ayudar con la limpieza. Lo que el Departamento de Educación no hizo en años, por la llegada de Caravana Cultural se logró en una semana.
El equipo de producción del documental se involucró en las tareas de la limpieza y reparó plafones del techo. El Comité Pro Rescate del Patrimonio Cultural de Aibonito movilizó a una empresa para que reparara los cristales rotos del edificio de la banda.
Había una mezcla de ilusión y escepticismo. Las expectativas del joven saxofonista Leonardo Pedrogo eran poco alentadoras. “Esto para mí es un ratito. Cuando se acabe el concierto, no sé qué va a pasar. Y la plaza de maestro de banda sigue vacía. Para mí la música de Aibonito está muerta”.
En la víspera del concierto, sin embargo, por los pasillos del edificio de la banda se escuchaba la algarabía de mejores años. Los salones de estudio individual y grupales estaban ocupados por clarinetistas, flautistas, saxofonistas, trompetistas, trombones y percusionistas que ensayaban sus piezas. Se volvieron a escuchar las viejas melodías.
Algunos ex miembros de la banda no ensayaban desde hacía años. Los dedos difícilmente responderían de la noche a la mañana para una concierto semejante. El reto era más grande para los cinco escogidos. Iban a tocar jazz, un género que nunca habían tocado. Además tenían que hacer un solo al lado de virtuosos como Zenón, el pianista Sullivan Fortner, el baterista Jason Marsalis y el contrabajista Roland Guerin, procedentes de Nueva Orleans.
Entonces José Aponte tuvo ante sí a 43 músicos de diferentes generaciones que nunca habían ensayado juntos y lo hacían por primera vez justo antes del día del concierto. Entre ellos estaba la contadora Debbie Ortiz. Llevaba 25 años con la añoranza de volver a tocar junto a la banda.
Foto por Rojo Chiringa
“Este encuentro despierta el corazón de cualquier músico”, expresó Ortiz. Por eso sacó el saxofón alto Yamaha que le había regalado su padre dos décadas antes. Le pasó un paño con vinagre y pimienta, lo pulió con una bayeta y volvió a sacarle brillo.
La banda estaba allí
El día del concierto, el 9 de marzo de 2014, ex integrantes de la agrupación exhibieron medallas, viejos uniformes, sombreros, botas, fotografías y partituras, que llevaron como prueba de que en algún tiempo su historia había sido importante.
El saxofonista Miguel Zenón, en el centro del salón de la banda, durante el concierto de Caravana Cultural. Foto por Ricardo Alcaraz.
Zenón inauguró el espectáculo hablando sobre el músico a quien le dedicaría esa edición de Caravana Cultural. El maestro Louis Armstrong, quien marcó un estilo único de interpretar el jazz y le dio gloria al género, había nacido en 1901 en la cuna de New Orleans, cuna de los marching bands, razón por la cual Zenón también había querido reactivar la banda.
Con la ayuda de un aparato reproductor de sonidos, Zenón hacía escuchar a los espectadores piezas representativas de Armstrong. La actividad era una oportunidad educativa única. Enseñaba particularidades de un género que no suele incluirse en los currículos de educación musical ni en los principales programas culturales.
Zenón explicó a los presentes datos históricos del jazz, de la esencialidad de la improvisación y de los solistas, y les habló de cómo Armstrong se había convertido en la figura que había plantado la semilla de lo que habrían de interpretar esa tarde los estudiantes.
“Esta experiencia musical va a moldear lo que puedan ser ellos en el futuro”, sentenció Zenón ante el público, refiriéndose a los estudiantes, y lanzó una alerta para vigilar la educación musical en la Isla. “El apoyo a las artes se está perdiendo en Puerto Rico”.
Tocaron los clásicos ‘Cornet Chop Suey’, ‘Irish Black Bottom’, ‘Big Butter and Egg Man’, ‘West end Blues’ y ‘Struttin With Some Barbecue’. Zenón daba el pie forzado y despejaba el piso, para que los cinco jóvenes escogidos entraran en controversia musical y para que los invitados alternaran en solos.
Hasta que Aponte dio cuatro señales con el pito. Los percusionistas se colocaron detrás de los jazzistas invitados y empezaron a marcar el ritmo. El maestro de música se giró en dirección al público y abrió los brazos. Desde la parte de atrás del anfiteatro, entraron los demás músicos de la banda por los laterales, en fila india, y empezaron a tocar el clásico ‘Oh when the Saints’.
Cinco años después de haberse disuelto, la banda estaba allí. Aibonito volvió a escuchar aquella música acompañada por el frurú de los pantalones en marcha y la percusión de los zapatos, y recobró por un instante la música que había perdido. Aponte terminó de dirigir y lloró. Se abrazó a sus padres. Espectadores se acercaron al educador para felicitarlo.
Algo cambió
Era lunes. El maestro que la noche anterior había devuelto la música al pueblo empleaba su tiempo de maestro haciendo trabajo voluntario. Estaba sentado en un salón de clases de otra escuela de Aibonito, mientras tocaba notas en una flauta y las transcribía en una computadora que tenía ante sí. Escribía un arreglo de la pieza ‘Boricua en la luna’, para que la interpretaran los estudiantes de música que dirigía un maestro amigo.
Aponte condujo su carro hasta el pueblo de Barranquitas, para acudir a un trabajo a tiempo parcial en la Escuela Intermedia Urbana, entre cuatro y seis de la tarde. A esa hora le escuela estaba prácticamente vacía. Por todo el ámbito resonaba la voz de una joven que entonaba una pieza de la cantante estadounidense Rihanna.
Al entrar al salón, había un grupo de estudiantes sin instrumentos, sentados a lo largo de dos mesas rectangulares. En el centro, Aponte no usaba las manos para dirigir una banda. Estaba frente a una laptop, dando ‘play’ a canciones para que estudiantes tomaran el micrófono y cantaran las piezas del karaoke.
—Yo quiero, dijo una niña en uniforme escolar que corrió hasta el centro del salón y tomó el micrófono.
—Venga, dale.
A Aponte lo había contratado una compañía que ofrece servicios a las escuelas públicas, con el objetivo de integrar la música para mejorar las destrezas de lectura. Los estudiantes leían la letra de la canción proyectada en la pared mientras cantaban.
La niña pidió que le pusieran ‘La diabla’, una bachata del cantante Romeo Santos. Los demás estudiantes hicieron coro.
El maestro Aponte no estaba muy animado de que lo vieran en esta faceta suya. El sistema lo había olvidado como a uno de esos saxofones que cogían polvo en el cementerio de los instrumentos.
En Aibonito, no obstante, algo cambió. Aunque no le habían devuelto su puesto de educador, Aponte logró reunir a estudiantes en el anfiteatro después del concierto, para que siguieran ensayando. Les organizó un taller de percusión y de instrumentos de banda escolar.
Leonardo Pedrogo obtuvo el permiso para reunir en el anfiteatro a su propio cuarteto de jazz, que creó después de inspirarse en Caravana Cultural. Ensayó para que el grupo estuviera listo al momento de ofrecer su primer concierto. Lo habían invitado a tocar durante la premier del documental que habla del pueblo que volvió a soñar con la música.
Este texto fue publicado originalmente por el Centro de Periodismo Investigativo.