Una fiesta de atletas había sido convocada frente a una calle capitalina que ahora quieren bautizar con el nombre de la tenista que trajo oro olímpico a Borinquen. Sin embargo, para llegar al convite dedicado a Mónica Puig, Jaime Espinal, Jasmine Camacho-Quinn y el resto de la delegación deportiva, se requería recorrer un tramo tan intenso como los 400 metros con vallas de Javier Culson. Había que cruzar entre espacios donde convergían símbolos coloniales, medios de transporte colectivo en crisis fiscal, edificios de bancos que gobiernan permanentemente y múltiples manifestaciones espontáneas de alegría que buscaban transgredir la avasalladora realidad de los boricuas.
Para el grupo de estudiantes del curso Geografía del Género de la UPR, existía una legítima curiosidad espacial de explorar ese tramo de la calle Juan Calaf en Hato Rey que algunos políticos caza votos deseaban nombrar como la calle Mónica Puig. Ya se ventilaba la información de un proyecto de ley que buscaba materializar la propuesta, comenzando en el tramo de la avenida Ponce De León que conecta con la mencionada calle.
Bajo este nuevo ordenamiento urbano toponímico, llegar a un espacio de memoria matria deportiva implicaba cruzar primero las huellas de la avenida que homenajea a un patriarca colonial. Para recordar el primer oro olímpico traído por una puertorriqueña, había que inevitablemente relacionarse con un referente espacial que rememora los saqueos mineros dorados de siglos pasados.
Fue precisamente en la avenida Ponce De León donde comenzó nuestro (geo) peregrinaje en la tarde del martes 23 de agosto. La estación Universidad del Tren Urbano sirvió de punto de abordaje. A son de plena en el vagón de tren, se sentía la algarabía de la gente presente por el recibimiento de los atletas olímpicos. Entusiastas de todas las edades aplaudían, cantaban y tocaban panderos con el pie forzado del “Pica Power”. Minutos después, entre carros chilla gomas con el sonido estruendoso del “Shaky Shaky” de Daddy Yankee y los múltiples gritos ciudadanos que vociferaban la novel palabra de “Puigñeta”, nos bajamos en la estación de la avenida Roosevelt del Tren Urbano. La avenida nombrada en honor a aquel presidente estadounidense que en algún momento propuso su política del “Buen Vecino” en América Latina mientras aumentaba su presencia militar en Puerto Rico, fue el tramo que nos conectó con la avenida Luis Muñoz Rivera y sus vecinos de la oligarquía financiera con sede en la Milla de Oro.
Con la bandera en alto, puertorriqueños y puertorriqueñas celebraban la llegada de sus embajadores del deporte y se manifestaban a través de caravanas, motoras y “tumba cocos” conducidas por hombres, pero con la presencia de algunas mujeres que saludaban enarbolando símbolos patrios desde las partes exteriores de estos vehículos. Como estudiosos de las Ciencias Sociales nos movilizamos con cámara y libreta en mano para documentar la emoción de la primera medalla olímpica de oro para Puerto Rico. La misma Milla de Oro que usualmente se asocia con desigualdad económica, congestión vehicular y temperaturas propias de una isla de calor urbana, se transformó por unas horas en un espectáculo en el cual la ilusión de la calle peatonal tuvo que negociar su escenario con “four tracks” y motoras que retaban las nociones tradicionales de tránsito en el país de los carros.
Mientras nos acercábamos al Coliseo de Puerto Rico, se acentuaba el contraste entre lo que parecían dos eventos paralelos en tributo a las y los atletas. La algarabía y mosaico de ‘performances’ ciudadanos espontáneos en la avenida Luis Muñoz Rivera contrastaban con el área oficialista de una tarima repleta de símbolos vinculados a auspiciadores de las telecomunicaciones.
Nuestra llegada a la propuesta calle Mónica Puig reconoció la presencia de cientos de banderas puertorriqueñas. Fue ese mismo emblema patrio el gran ausente en el debut olímpico de Puerto Rico en los Juegos de Londres 1948. Para aquel entonces, la monoestrellada era criminalizada tanto por las autoridades federales de los Estados Unidos, como por las leyes del gobierno insular colonial.
Pero en la calle en honor a la nueva heroína nacional, la criminalización de épocas pasadas no define el valor actual de esa bandera roja, blanca y azul celeste. La bandera ondeando ese espacio no es solo el relato de una medalla en el imaginario puertorriqueño. Representa, además, nuevas luchas de participación y representación de la mujer puertorriqueña en contra de los estereotipos y exclusiones por razón de género. Es la “Calle País” donde, al igual que en aquellas emotivas finales deportivas de Puig y Culson en Brasil, se nos invita a llorar nuevamente y abrazarnos solidariamente rompiendo con estigmas y normas sociales que nos oprimen en nuestro quehacer cotidiano. Es la calle que nos invita a descolonizarnos de la violencia y estereotipos. Es la calle de todas y todos.