La peor ceguera es aquella que se produce cuando vendamos nuestras mentes. De esta forma se hace imposible comprender lo que tan claro se muestra ante nuestros ojos. Como nos recuerda el maestro Saramago en su inmortal Ensaio sobre a cegueira (1995), a medida que aumenta la crisis en un país, el temor hace a más personas presa de sus bajos instintos. Ante la precariedad del sustento de sus “necesidades” subjetivas, los seres humanos son capaces de las más sórdidas acciones. La incesante tanda de oprobios que en los últimos años han descuartizado la credibilidad de poderosos líderes y la confianza en los partidos políticos son evidencia de ello.
No obstante, una mayor amenaza a la legitimidad de nuestras instituciones de gobierno ha quedado desapercibida. Una que también está impulsada por el miedo a perder privilegios, del que no están exentos los poderosos. Se trata de la acelerada involución de las relaciones colonia-metrópoli en el Estado Libre Asociado de Puerto Rico.
Las más recientes intervenciones del gobierno federal en asuntos locales están dejando marcas en ese cuerpo político. Pero no sólo por las facultades de las que se le despoja, sino más bien, por el ataque a su propia identidad que significan. Esta circunstancia sugiere el empleo por primera vez de un método rupturista para resolver conflictos de poder en este territorio. Se trata del uso por las autoridades federales del escándalo como herramienta política.
Para discernir si se trata de experiencias aisladas o de un patrón de conducta es preciso examinar los antecedentes de la cuestión. En el apogeo de la Era de Muñoz (1956-1964) el gobierno federal finalmente condescendió a una de los más sentidos reclamos de sus agradecidos súbditos dentro del autonomismo moderado. Que se aceptara el metarrelato defendido por su élite dirigente para explicar su ascendencia al poder.
En resumen, en esta versión de la historia se propone -siguiendo a Pedreira- que la brevedad geográfica, la sobrepoblación y la escasez de recursos naturales, unido a las fallas educativas legadas por el colonialismo español, tornaban a los puertorriqueños incapaces de gobernarse a sí mismos. En abstracción de la existencia de una nacionalidad turgente, poblada de líderes iluminados, moral e intelectualmente, estas circunstancias legitimaban la empresa civilizadora estadounidense.
La benévola intervención estaba justificada hasta tanto las masas adquirieran suficiente educación democrática para aceptar disciplinadamente la conducción de sus líderes locales. Así las cosas, el advenimiento de la actual condición política era el fruto del esfuerzo conjunto de esta gestión metropolitana y de sus escogidos locales. Juntos habían logrado derrotar las fuerzas del radicalismo y de sus violentas gestiones en pos de una soberanía utópica.
A la vez, el reconocimiento de esa mayor capacidad administrativa, implicaba el respeto a la particular idiosincrasia dictada por una nacionalidad real. Una que a pesar de innegables diferencias eventualmente podía aspirar o no a asimilarse a la potencia hegemónica. Sin embargo, muy pronto las realidades administrativas impusieron la aplicación de las naturales lógicas del poder. El que paga manda, y cuando no manda, arrebata. La venda ha caído. Como se explicará en una próxima entrega, los designios metropolitanos comienzan a describir un patrón de conducta favorecedor de la permanencia del actual sistema político de sumisión.
El autor es abogado, investigador de la Escuela de Derecho UPR, Río Piedras y doctorando de la Universidad de Salamanca, España.