Puedo concebir que se queme Mayagüez, que se hunda San Juan, que desaparezca cualquier otro pueblo de la isla y que, a pesar de tan terribles catástrofes, Puerto Rico siga siendo Puerto Rico; pero no puedo concebir de ningún modo, ni le permito a nadie que lo conciba, que falte Ponce y que siga siendo Puerto Rico un país habitable.
Nemesio Canales, Paliques, 1915.
Cuando a los ponceños nos relajan por las hiperbólicas letras que dan la bienvenida a la ciudad, no debemos molestarnos. Durante siglos hemos confeccionado una imagen de diferencia frente a San Juan y de orgullo citadino, y las letras en rojo bombero confirman esa representación.
Han sido varias las investigaciones y reflexiones que he hecho sobre Ponce. Aquí les comparto dos breves relatos que condensan esas aventuras por los archivos de la historia y los archivos de la memoria, donde vive también la ciudad de mis afectos.
El nacimiento de Ponce
A mí me gustan mucho las historias de los orígenes. La crónica del nacimiento de Ponce está marcada por el agua, pero desde un signo digamos un tanto sospechoso. De las varias descripciones de los inicios de Ponce, hay una que es mi favorita: la que ofrece Eduardo Neumann en 1911.
En su profesamente Verdadera y auténtica historia de la ciudad de Ponce, Neumann relata un nacimiento siamés, cuyos componentes parecen a primera vista incongruentes: uno de arrebato lírico cuenta que Ponce nace de “un rapto de alegría de la naturaleza…”; el otro habla de “vulgares aventureros y decididos contrabandistas”, los hijos de un mítico portugués, de donde toma el nombre el río más importante de la ciudad, que se opusieron a la creación oficial del pueblo en tierras abiertas al extranjero y suspicaces de la legalidad asentada en San Juan.
Esa voluntad de ciudad emerge con la brillantez de la candela y la oscuridad de la ceniza que convirtieron al poblado en ruinas. En 1820, Ponce arde. Una tercera parte de sus habitantes quedan sin techo, más de cien casas son pasto de las llamas. A pesar de los augurios pesimistas de algunos, sobre todo de los allegados del gobernador Miguel de la Torre, Ponce renace y en 1848 queda designada villa. Espacio urbano y voluntad cívica se mezclan en un segundo nacimiento de la ciudad que puede describirse literal y simbólicamente como de “ave fénix”.
Ponce, ciudad abierta
El segundo relato tiene que ver con el desembarco de los invasores norteamericanos por el puerto de Ponce y cómo se negocia la partida de un imperio y la llegada de otro.
El puerto era un vibrante enclave comercial donde para 1898 las lealtades no eran precisamente con España. Como en el resto de los pueblos de la media luna suroeste de la isla, cundía el antiespañolismo. Para muchos, el recuerdo de los compontes de 1887 estaba a flor de piel; para otros, España ya no tenía mucho que ofrecer, ni en términos comerciales ni políticos. Era una cuestión práctica.
Los primeros barcos norteamericanos que llegaron a Ponce fueron los cruceros Dixie, Annapolis y el Wasp el 27 de julio a las 5:30 de la tarde. Un teniente Merriman, con bandera parlamentaria, bajó a tierra y exigió la rendición de la plaza. No habiendo autoridad española de rango en el sitio, se le avisó al vicecónsul inglés, el ponceño Fernando Toro, encargado de negocios de Estados Unidos en Ponce, que se personara al puerto. A partir de entonces comenzó un ir y venir de exigencias, conciliaciones, posposiciones y responsabilidades que quedaron muy pronto en manos del cuerpo consular, muchos de ellos criollos que representaban a los países clientes de Ponce y que a su vez eran comerciantes.
Toro negoció la evacuación de las tropas españolas estacionadas en la plaza. Estos mismos soldados se habían hincado días antes frente a un altar de campaña en la plaza de Ponce para oír la santa misa, escena recogida en una de las fotografías más icónicas de la invasión. Como en muchas ocasiones –antes y después- las fortunas decidieron el destino de la ciudad y declararon a Ponce ciudad abierta.
La conversión de lealtades y el ajuste a las nuevas circunstancias fue un proceso rápido en Ponce. A su llegada, el general Nelson Miles instaló su campamento en las inmediaciones de la quinta de Guillermo Schuck, camino de La Playa. La prensa reseña que, al borde de la carretera, frente al campamento, había colocadas una infinidad de mesas donde individuos del pueblo vendían frutas, tabacos, cigarrillos, refrescos y licores. Sus mejores clientes eran los soldados invasores que gustaban, sobre todo, de las frutas tropicales que nunca habían visto. Un periódico señala que comían hasta higüeras y frutos de maya.
Sería en Ponce que Miles emitiría, el 28 de julio, su famosa proclama, en la que “ostentando el estandarte de la Libertad”, Estados Unidos se comprometía a procurar la prosperidad y el disfrute de los frutos de la justicia y la humanidad debidos a los puertorriqueños.
Así acababa el siglo 19, para Ponce y para todo Puerto Rico. Otros relatos se articularían desde entonces en el que Ponce exhibiría sus viejas lógicas de supervivencia y su manejo del espacio urbano, para poder transitar los cambios de un nuevo siglo y de una nueva hegemonía. Pero esos relatos deben aguardar por otra ocasión para ser contados.
La autora es catedrática de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico y académica de número de la Academia Puertorriqueña de la Historia.