En un restaurante en Nueva York.
Abelardo (mesero mexicano interpretado por Yamil Collazo), Junior (mesero puertorriqueño interpretado por Eduardo Alegría) llevan en las manos unos platos vacíos blancos. Ambos miran hacia al frente, sin mirarse. Hacen su trabajo; caminan, sirven y esperan. Inmóviles, como quien no quiere la cosa, de vez en cuando se miran. Luego retornan su mirada hacia el frente. Se miran una y otra vez tratando de que el otro no se dé cuenta.
El elefante está allí, se respira, se siente: dos ángeles negros caminan entre Abelardo y Junior, se escuchan sus pasos y desaparecen. Abelardo rompe con el silencio.
Abelardo: Hi.
Junior grita, no se esperaba que Abelardo le hablase. No dice nada.
Silencio. Más silencio.
Junior: You’re the new guy.
Abelardo asiente con la cabeza.
Silencio. Caminan con sus platos vacíos. Esperan. Se miran de reojo. Más silencio.
Abelardo: Abelardo.
Más silencio.
Junior: Junior.
Acabamos de ver como se introducen dos personajes de Bus Boy Love, el segundo acto de la pieza de danza-teatro Esquina Periferia de Eduardo Alegría, presentada en el Teatro Coribantes del 13-22 de mayo de 2011.
En Bus Boy Love el silencio se oye, escuchamos todo aquello que no se dice. Los momentos que escuchamos texto son tan pocos que nos sorprenden. El silencio es tan abrumador que éste nos habla y el texto funciona como una pausa. A través del silencio se nos narra la historia de dos meseros que se gustan y reprimen sus sentimientos hasta encontrarse en sus “smoke breaks”. Allí, en la esquina, detrás del restaurante, “backstage”, se encuentran y destapan su amor. Sin embargo, esos encuentros recónditos también son silenciosos y un tanto forzados y aguantados. Tanta represión toma tiempo para soltarse, ser libre cuesta mucho, aún cuando nadie te esté mirando.
Tanto Abelardo como Junior usan el almacén, una esquina del restaurante para refugiarse y desahogarse. Fumar es un break del trabajo, pero también es un descanso del trabajo que les toma guardar silencio, fingir, no mirarse, estar en el closet. Cuando exhalan, no exhalan humo, ni tampoco palabras, sino ruidos indescifrables, sonidos guturales; toda esa tensión, deseo y furia aguantada. Sus cuerpos, que hace unos minutos en el restaurante estaban erguidos, manteniendo a toda costa una postura recta, firme, sosteniendo platos vacíos, ahora se desploman, se contorsionan, rompen con la línea para crear un sinnúmero de formas en el piso.
Pudiésemos pensar que, por fin, en la periferia, Abelardo y Junior se hablarían, pero no es así, al abrir sus bocas gruñen y emiten sonidos viscerales. Al soltar cada uno este vómito de sonidos, ambos se asombran y se asustan del otro, pero también se reconocen. Se identifican en el dolor o en la represión de ese dolor y se comprenden; en esta catarsis de sonidos algo se ha liberado y se abrazan.
Este abrazo es el primer respiro en la pieza. Pero aún en la periferia, el sosiego es efímero. Ese abrazo muy prontamente se convierte en un forcejeo y en una lucha de poderes. No se logra una armonía, nunca se funden. El abrazo se convierte una lucha para poderse abrazar. Mientras se abrazan uno se va y el otro lo persigue. Se abrazan nuevamente; los encuentros son abruptos, interrumpidos; uno se vuelve a escapar, el otro lo vuelve a perseguir. No hay tiempo para el amor, ya sea porque deben volver al trabajo o porque ellos mismos no se permiten este sosiego; ellos mismos tienen una homofobia inconsciente o aprendida. Incluso en la periferia se sienten vigilados, no es fácil ser uno mismo hasta que se pierden detrás del almacén de cajas y allí, en el anonimato, en una esquina de una esquina, logran quitarse las ganas y saciarse por unos segundos.
El elefante en escena, esa presencia que todo el mundo siente y sabe que está allí pero nadie reconoce, está personificado desde el principio de la pieza a través de los ángeles negros. Los ángeles negros (interpretados por Viveca Vázquez y Teresa Hernández), funcionan como musas, agentes catalizadores de la trama, seducen e influencian las acciones de los demás personajes. El silencio acaparador de Abelardo y Junior es contrastado por la exuberancia y el desenfreno corporal de los ángeles negros. Mientras Abelardo y Junior permanecen de pie, sin mirarse, sin tocarse, completamente callados, los ángeles negros pululan, ondulan alrededor de los cuerpos de los meseros, mueven sus pelvis de forma obscena y sensual, los olfatean, se restriegan, sandunguean: son esa fuerza visceral y animal que sienten los meseros pero que no se atreven a demostrar.
Esa fuerza visceral reprimida no solo se mueve sino que canta, ellas cantan las canciones del grupo Los Ángeles Negros, un grupo chileno de los años setenta que canta boleros latinos. Es decir, el silencio, todo aquello que Abelardo y Junior no se dicen, se personifica con el movimento y canto de los ángeles negros. Gracias a los ángeles negros el silencio suena. Ellas cantan el melodrama de Abelardo y Junior.
El silencio se hace cada vez más imponente y pesado, no sólo para Abelardo y Junior sino para la audencia. Tenemos que tragar y soportar nuevamente como ellos esconden su amor: Abelardo y Junior retornan al restaurante, vuelven a su fachada fría y a sus posturas rectas. Preparan una mesa romántica para dos con un candelabro. Ningún cliente se sienta. Tampoco pueden sentarse Abelardo y Junior. Tal vez en el smoke break puedan sentarse juntos. La espera para el smoke break es interminable. Ellos vuelven a mirarse de reojo. Hay que esperar, el público también espera con ellos. Pero mientras trabajan, en una esquina, tal vez en una esquina de su imaginación, Abelardo y Junior se abrazan y se transforman en pájaros; Abelardo comienza a aletear y Junior empieza a acariciarse el pico. La expresión cotidiana “se le salieron las plumas” se transforma en un momento sublime e íntimo. No pueden satisfacer ese daydream hasta que los ángeles negros apaguen el candelabro, salgan del restaurante, y se refugien en otra esquina, en un cuarto, en una cama donde puedan dormir juntos y arrimar sus cuerpos.
Las esquinas se hacen cada vez más pequeñas, e incluso en la periferia, en los recovecos, el amor se agota. Volvemos a verlos en un smoke break, esta vez Junior haciéndole sexo oral a Abelardo. Abelardo se aleja y se vuelve a dar un forcejeo, pero esta vez más violento. Los ángeles negros intervienen, tratan de parar la pelea y con sus movimentos pélvicos contagian y despiertan nuevamente en Abelardo y Junior la atracción llevándolos al sexo anal. Sin embargo, Junior interrumpe la entrega sexual con un machete que tiene dibujada la bandera puertorriqueña. Aún en una esquina, en un restaurante en Nueva York, en la periferia: se enfrentan con la homofobia y el bagaje colonial.
Y si las esquinas ya no funcionan, ¿qué queda? Al final, el silencio de Junior y Abelardo se acaba, los ángeles negros comienzan a cantar un bolero y provocan que Abelardo y Junior se canten uno al otro sus penas reprimidas: “Déjame cantar que tengo vergüenza, que soy humano como tú…que poca cosa somos sin ternura”. Abelardo y Junior se vuelven a abrazar como al principio, pero ya sospechamos que este abrazo no es duradero. Las luces se van apagando y se escuchan las olas del mar. Se abrazan nuevamente en despedida. Sólo quedan los ángeles negros palmoteando al compás del bolero de Los Ángeles Negros. Todo cobra aire de ensoñación. Tal vez el recuerdo sea la última esquina donde pueda refugiarse su amor. En algún rincón de su mente se grabó esta historia. Cuando se acabe la canción volverá el silencio, el recuerdo es selectivo, pero si ellos quieren y desean, tal vez el silencio suene.
La autora es dramaturga, directora y profesora en el Departamento de Drama de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.