
Aterricé en Río de Janeiro entre la humedad, evidenciada en las gotas de sudor instantáneas de mi frente, que rápido ignoré al encarar el hecho que los próximos días iba a ser testigo de uno de los momentos más presenciados alrededor del mundo: el furor del Mundial de Fútbol.
Durante todo el vuelo de ida, venía pensando en mi semestre de portugués, en el implacable nerviosismo que me acompañaba, si mis instintos de supervivencia y aquellos seis meses de lecciones abastecerían. Por suerte sí, pero de eso hablaré más tarde.
Foto por María de Lourdes Vaello
El taxi al hotel me limitó enormemente la vista de lo que se supone y demuestra que consiste Río de Janeiro. Sin embargo, lo que las inmensas, divinas y sumamente atractivas promociones omiten, es que Río de Janeiro está a leguas de lo que mercadean.
Por razones de presupuesto, mi hotel estaba localizado en una isla adyacente al centro de Río, pero no por eso cercana, puesto que es una ciudad con una inmensidad territorial impresionante. Ilha do Governador, se encontraba a dos horas en transporte público y a 50 minutos en taxi de la Playa de Copacabana, Ipanema, Pan de Azúcar y demás atracciones sobreexpuestas.
La ventaja que cargaba este hotel era el trayecto que se recorría hacia estos lugares. Al final de la isla, las carreteras circulaban hacia un puente, que el taxista jocosamente señaló como la “Pierna de Dilma”, por un soporte en forma de la parte del cuerpo. El puente continuaba hacia una autopista, que en cuestión de segundos, se convirtió en un panorama rodeado de favelas.
Foto por María de Lourdes Vaello
“Ven, esto…construyeron un muro para esconderlas. Maldito Mundial”, murmuró el taxista en portugués, apuntando con su índice a lo que sería fácilmente seis millas de un muro gris, ligeramente decorado con mosaicos. Detrás se divisaban los topes de montañas de casas de las que solo había leído y visto pocas fotos.
Terminando el recorrido del muro, las favelas continuaban, permitiéndome enfocar, parpadear en asombro y detallar la vista de, literalmente, estos cubículos de barro, madera, y algunos (por suerte) ladrillos, construidos unos encima de otro, irguiendo así torres que te obligaban a preguntar como aún permanecían erectas.
A falta de agua potable, las casas cargaban con un tanque azul que, en Puerto Rico, permitiría una ligera ducha y dos visitas al baño por familia, en muchos casos de seis o siete personas. Las ventanas estaban enmarcadas por moho en substituto a la madera que nunca reemplazaría y las puertas eran estrechos huecos tapados de una fina capa de madera o, en ocasiones, de tablas de zinc: el mismo que compartía con los techos.
Los minutos transcurrieron lentamente en ese trayecto que imposibilitaba la neutralidad hacia el paisaje enfrente, costados y espalda. No obstante, a pocos kilómetros del muro, comenzaron a aparecer edificios enormes, vitrales delicados y grafitis que insistían en otorgar la alegría característica del país que creó la samba y la bossa-nova en la ciudad sede del famoso Carnaval.
Río de Janeiro es una ciudad que humillaría cualquier arcoiris. Los colores se combinan, creando tonalidades que jamás había visto. Desde el arte urbano, en las paredes de edificios del estado, la brea, aceras, postes, carros, hasta las camisetas que vestían los pedestres modelando los colores de sus países, hizo del sumergirse en aquel canvas una experiencia inigualable, aunque desgarradora.
Foto por María de Lourdes Vaello
No pretendo desmitificar el nudo que se provoca en la garganta saber que la mayoría de las personas que visitaron Río por propósitos, sin desmeritarlos, de entretenimiento, jamás verán aquel océano de casas que tuve la difícil dicha de ver. Pero, el estar en una de las ciudades más protagónicas del momento permitió ver las desventajas que implica tanta promoción.
Desde un principio, se debió de haber tomado más en consideración las personas que se perjudicaron por los preparativos de este evento, donde según Luiz, el taxista del comienzo, 1.5 millones de familias en todas las ciudades sedes del mundial fueron removidas de sus casas, por motivos de las instalaciones de la Copa.
Foto por María de Lourdes Vaello
En fin, en cuanto al Cristo Redentor, Las Escaleras de Selaron, el Pan de Azúcar, la Playa de Copacabana, y la innegable ventaja geográfica que posee la ciudad, no se duda que ella ofrece una experiencia de disfrute, unas vistas que dejarían a cualquier escéptico asombrado, y cualquier caso de jinchera resuelto. Más, la intriga de conocer qué más se esconde detrás de tanta publicidad (y la oleada que se avecina por la Olimpiadas 2016) puede más que la visita a unas playas que poco tienen que envidiarles a las de mi país.
Creo que un regreso se asoma dentro de poco, pues con un portugués interrumpido por muletillas, y un corazón dudoso del porvenir, Brasil me robó el corazón. No obstante, para adentrarse aún más en el candor de los locales, las experiencias que tienen que compartir, y la genuinidad tras cada palabra, amerita ir con oídos y ojos receptivos y abiertos. Para cerrar los ojos está el sueño.