¿Por qué los productos de consumo duran cada vez menos?
En nuestro quehacer diario, no son muchas las veces que nos detenemos a observar un problema que convive con nosotros desde hace muchos años. Los productos de consumo tienen una vida útil determinada, y están programados para que no duren demasiado, o al menos, presenten alguna falla que haga que recurramos a algún servicio técnico especializado cada cierto tiempo. Está más que claro que el motor de la industria necesita de estas prácticas para que el consumo de productos tenga la continuidad con la que ha sido regulado. Eso es lo que llamamos obsolescencia programada: una especie de complot que tiene en la mira al usuario, el consumidor y a toda la sociedad de consumo, que sirve para que esta cadena de compras no se corte.
Problema viejo
Aunque lo pensemos como un problema de nuestra sociedad actual, la obsolencia programada es una estrategia que tiene varios años.
Fue desarrollada en la década de 1920, siendo el punto de partida la duración de las bombillas de luz. Si bien los primeros modelos desarrollados por Thomas Edison duraban aproximadamente 1,500 horas de uso y en 1911 diversos anuncios publicitarios mediaban la duración de una bombilla por más de 2,500 horas, definitivamente esto no era muy conveniente para las empresas que fabricaban dichos productos.
Para el año 1924, varias empresas de todo el mundo y de reconocido nombre que fabricaban bombillas de luz llegaron a un acuerdo para que no duraran más de 1,000 horas, y de esta manera fueron promocionadas por varios años.
Ese día, decidieron crear un cártel mundial para controlar la producción de bombillas de luz que recibió el nombre de Phoebus. El objetivo era controlar el mercado de estos productos y garantizar la viabilidad de sus negocios.
Con el tiempo, el cártel fue denunciado y, en teoría, dejó de funcionar. Pero la práctica que recomendó de reducir a propósito la vida de las bombillas sigue en vigencia.
Claro que la obsolescencia programada no solo estuvo presente en el mercado de bombillas, sino que fue adoptada por la industria automotriz, la fabricación de productos para el hogar y hasta las prendas de ropa se vieron afectadas por esta nueva forma de comercialización.
La obsolescencia hoy
En nuestros tiempos, la obsolescencia programada se mantiene vigente y rige nuestro ritmo de compras de manera sorprendente. Dentro de los ejemplos más representativos, podemos destacar los siguientes:
– Apple iPod: Cuando salió la primera generación de iPods, era imposible cambiarles la batería luego que se agotara. Al llamar al centro de atención al cliente, la única solución viable que brindaba la empresa era “comprar otro iPod”. El asunto se solucionó en los tribunales con el compromiso de Apple de asegurar dos años de vida en sus iPods y de crear un departamento para aquellos modelos que no ofrecían la posibilidad de un cambio de batería.
– Impresoras: El mercado de impresoras es uno de los ejemplos más claros de obsolescencia. Por ejemplo, la empresa Epson inserta un chip en sus impresoras que permite imprimir una determinada cantidad de copias. Pasado ese número, reporta que la impresora debe ser llevada al servicio técnico. Muchos usuarios han resuelto este inconveniente de manera casera, sin que la impresora presente alguna falla técnica.
– Baterías: Sin importar de qué dispositivo provenga, la mayoría de ellas dura aproximadamente 18 meses.
– Automóviles: A esta lista se suman los automóviles. Muchas veces he escuchado decir que en los años 50 y 60, la vida útil de un coche era el doble que en la actualidad, cuya duración media no supera las tres décadas. Ni que decir tiene la obsolescencia programada que sufren piezas de los coches como los frenos, los cuales, tras un número de frenadas, comienzan a perder capacidad.
Si bien los casos antes descritos son válidos y reales, la obsolescencia por modas es más propagada, convirtiéndose en la bandera del consumismo en nuestra sociedad actual. Su funcionamiento es simple de explicar y de entender: el usuario del siglo 21 suele sentirse inconforme y atrasado de manera constante con sus productos tecnológicos. Esto, sumado a la estrategia publicitaria, hace que todo el tiempo pensemos en cambiar nuestros productos, incluso aunque funcionen bien.
En promedio, cambiamos nuestro celular cada dos años, y nuestra computadoa portátil cada tres. Lo mismo sucede cuando alguna prenda de ropa simplemente “pasa de moda:, la olvidamos aunque esté en buen estado.
Las empresas, obviamente, no hacen oídos sordos a estos requisitos y mantienen al usuario en un ciclo de actualización que nunca termina. Parece una rueda de producción donde el usuario es el engranaje principal de la máquina de hacer dinero. Para buscar ejemplos, no hace falta buscar demasiado o ir a lugares desconocidos, dado que la moda actual por la tecnología pasa por lo que llevamos en los bolsillos y en nuestros bolsos.
Todos los años, tenemos un nuevo celular de nuestra empresa favorita, dispuesta a que desembolsemos dinero en la compra de la nueva versión. Lamentablemente muchas veces el usuario no se da cuenta que, funcionalmente, puede realizar la misma tarea con su “antiguo” equipo. El planteo es difícil dado que es normal que los usuarios tapen otras carencias con la adquisición de productos, por lo que la manera lógica de salirse por la tangente y no engordar este modelo es pensarlo desde el punto de vista funcional.
Basura tecnológica
Más allá del gasto que implica la obsolescencia programada, el verdadero problema del desarrollo de productos pensados para durar un tiempo determinado son los desechos que arrojamos al medioambiente. Para el año 2007, cada habitante de Argentina producía 2 kilogramos de basura electrónica por año. Por lo que, al no existir una estrategia de reciclado de productos tecnológicos, dichos desechos tienen un fuerte impacto en el medio ambiente, siendo lo más preocupante las baterías de plomo, un gran contaminante de nuestra época. Por otro lado, en Europa y Estados Unidos, conscientes del problema, se recicla entre un 30 y un 80% de basura electrónica, la cual vuelve a la línea de producción para formar parte de los nuevos modelos de los últimos productos.
Hay luz al final del túnel
Si bien los casos aquí expuestos hacen alusión a una problemática duradera y un futuro sin solución, hay varios emprendimientos interesantes que ya están en marcha. El químico Michael Braungart y el arquitecto William McDonough, autores del libro De la cuna a la cuna plantean un interesante recurso llamado diseño sostenible, que no debe entenderse como metodología para reducir el impacto de productos desechados.
“Los diseñadores de productos o servicios, deberíamos plantear el diseño sostenible como una responsabilidad social corporativa que no solo preste atención al reciclado de productos o la producción biodegradable, sino que además debería trabajar el significado del uso de esos productos y la vinculación de las personas con sus bienes de consumo”, sostiene McDonough.
Por otro lado, también se realizan festivales en contra de la obsolescencia programada. Uno de ellos es Make It Up, en el cual diseñadores, artesanos, ingenieros, investigadores, emprendedores sociales, artistas y programadores comparten diseños abiertos y duraderos para hacer frente a esta problemática.
Esta nota fue publicada originalmente en EcoPortal.