Nota de la editora: este texto es el cuarto de una serie de cinco partes en las que escribiremos reseñas, odas, cartas de amor (o de odio), acerca de la música que escuchamos, la que más nos gusta y que nos ha influenciado.
Fernando Cabrera se presenta. Alza la mano derecha. Inclina la cabeza ligeramente hacia al frente. El micrófono falla. Toc, toc, lo golpea con dos dedos. El micrófono reacciona y Cabrera arranca como casi siempre; solo con su guitarra. Solo con una cajita de fósforos. Viste de negro y ahora usa espejuelos.
Era el 2013 en aquella plaza en Ñuñoa, Santiago de Chile. La primavera estaba cerca. Los perros paseaban entre nosotros, que aguardábamos sentados, las rodillas abrazadas, maravillados como niños. Cabrera tocó un puñado de canciones, pocas, las suficientes para hacer de aquella tarde un eco inalterable.
Cabrera (1956, Montevideo, Uruguay) pertenece a una estirpe de músicos cuyo descubrimiento es un regalo. Sus canciones abren ventanas (Puerta de los dos); son arrumo para las cosas que terminan (Te abracé en la noche); o poemas bellísimos a los que siempre es preciso volver (El tiempo está después). El montevideano, también conocido como “El bardo”, recoge en sus canciones las pulsiones y personajes que componían el paisaje de su infancia en esos recorridos de noche cerrada al lado de su padre camionero.
Para todos los que desconocíamos de su existencia, su trabajo saltó a la luz pública en una presentación en La Trastienda (Argentina) el año 2003. Sus presentaciones, sin embargo, continúan teniendo como escenario lugares más bien modestos en su natal Uruguay, Brasil, Argentina o Chile. Humphrey Inzillo, de la revista Rolling Stone, relata la afanosa búsqueda de un hombre llamado Jorge Drexler, su lucha incesante por encontrar al bardo. “En una cruza de obsesión y devoción, lo persiguió durante un par de años tocara donde tocara, solo para observar, minuciosamente, su mano derecha”.
No es para menos. Con apenas dos acordes y su voz quebradiza, temblorosa, Fernando Cabrera hace cosas inverosímiles. Como en ese himno que es una especie de samba criolla (Viveza) en donde la única instrumentación es una caja de fósforos. Su música es inclasificable. Él mismo se denomina un cantor popular. Es posible, de todas formas, trazar los cambios, la madurez que ha adquirido al prescindir de los ropajes con los que revestía algunas de sus canciones, por ejemplo, en los ochenta. Su versión de Muchacha ojos de papel, del argentino Luis Alberto Spinetta, da cuenta del idioma único que Cabrera ha sabido crearse.
Poeta, compositor de música para largometrajes, autor de más de una decena de discos, detallista puntilloso, lector voraz de literatura gauchesca, Cabrera ha acompañado a un sinnúmero de músicos que admira y lo admiran. Entre ellos destacan sus compatriotas Eduardo Mateo (Mateo & Cabrera), Jorge Drexler, Rubén Rada, así como el argentino Kevin Johansen. Su composición de la banda sonora en el documental Jamás leí a Onetti, merece una mención especial.
Cabrera acostumbra alterar sus canciones en cada recital. Aquella tarde de 2013 no fue la excepción. Muchos no conocían a ese hombre que cantó como si cada presentación fuese una oportunidad irrepetible para permanecer en cada uno de los espectadores. Al final levantó la mano derecha —la misma que Jorge Drexler perseguía sin descanso— igual que al principio, se la llevó al corazón, y se perdió en el parque. Como uno más.