La ciudad es un paisaje creado y habitado por el hombre. Como todo paisaje, de una manera o de otra, la ciudad se constituye a partir de la mirada, ya sea para contemplarla o para descifrarla. Aunque no estoy muy segura de que San Juan sea una ciudad, al menos estoy convencida de que es un tipo de paisaje caótico en el que se proyecta la pretensión de un espacio citadino. Por las paredes de edificios abandonados, puentes, rutas del tren urbano y muros de contensión se divisan las obras de grafitureros y vándalos casi indistintamente. Aunque para algunos éstos sean lo mismo, lo cierto es que pertenecen a estirpes diferentes. Algunas calles son una exposición viviente e “itinerante”. Lo que vemos hoy no es permanente, mañana puede no estar e incluso un mismo grafo puede “mudarse” de lugar o aparecer simultáneamente reproducido de idéntica manera en varios sitios.
La impresión general es que estas obras son anónimas. Pero, ¿es realmente anónimo un arte en el que en su trazo mismo o en su concepto puede deducirse una especie de firma?
En esta segunda entrega sobre el tema de la grafitura quisiera abordar la interesante y voluble relación que existe entre la grafitura y el anonimato.
Muchas de las grafituras que cuelgan por las urbes sólo coquetean con esta estrategia. La mayor parte de los “contenidos” de estas obras son de índole social o político, una “modesta” versión de manifiestos que reflejan ira, indignación o crítica. Mientras otros son una especie de propaganda.
Tras ellos se camufla una modalidad de anonimato cuya razón bien podría ser la contraria, tener la firma de toda una sociedad. Así hay grafituras que, aunque creadas por un individuo, pretenden ser la voz de todo un colectivo.
Por otro lado, desde hace mucho se pintan firmas. Se trata de obras cuyo contenido es su propia forma, es decir, la obra es literalmente la firma del grafiturero. Son pinturas eminententemente caligráficas. En ellas, las letras son el arte. La realidad es que ninguna obra es del todo anónima. El anonimato es un imposible, una palabra hipócrita tras la cual se oculta siempre el nombre de alguien. Aún la obra que nadie sabe quién la hizo no es anónima, porque su autor sí sabe que es suya. De modo que el anonimato siempre es un engaño, una trampa o triquiñuela con la que un autor se “divierte”o se “defiende” oculto tras la ignorancia del otro.
En el caso de la grafitura caligráfica el anonimato es un doble guiño porque la grafía, lo que llamamos comúnmente la “letra” de alguien, es en sí misma una firma. Esto significa que la caligrafía en sí termina por abolir la necesidad de la firma. Es por eso que firmar una carta manuscrita es un acto redundante. La firma sólo es precisa en el texto mecanografiado, cuya letra genérica mancha de anonimato la escritura. Por esto creo que tal vez el grafiturero caligráfico, lejos de ser el anónimo pertinaz de este género de escritura, es más bien el más exhibicionista de todos y quizás el más egocéntrico, al considerar una obra de arte el nombre con el que a fuerza de tinta se ha autobautizado.
Por otra parte, ese juego caligráfico también es una burla, sobre todo en las urbes como San Juan, en las que el grafiturero es concebido por el gobierno como un vándalo. Entonces, el sujeto “transgresor” disfruta y es atraído no por la prohibición, sino por el gusto de burlar la vigilancia del estado puritano y su burda “policía de la estética”. Así el arte de la grafitura es un desafío a las estructuras del “orden” político y estético.
Muchas de estas grarituras caligráficas no presentan el nombre “propio” sino el pseudónimo del artista. Pero al considerar la relación entre grafitura y anonimato también sería preciso reflexionar si realmente el pseudónimo es una forma de anonimato o si, más que ocultar, el pseudónimo lo que hace es revelar la verdad, que el escribiente siempre es una especie de otro, aunque sea de otro yo. El otro nombre del grafiturero es a mi parecer un segundo rostro, tan verdadero o más que el “original”, a través del cual “oculta” que es a caso un artista del exhibisionismo.