
Nuestra puertorriqueñísima sociedad contemporánea vive sobre ruedas. Para muestra un botón. Si por una parte comemos con urgencia en el automóvil escapándole al calor y los mosquitos, por la otra, vemos por el retrovisor que el delivery de la pizzería zigzaguea temerariamente en medio de la autopista como Charles Bronson en una motora sin demora ni extravío.
Justo al lado, en un jeep sin capota, una chica pavonea su “planchado” Herbal Essence y recordamos, a pasos nuestros, que el tipo del Mustang debe tener un problemita de múltiples personalidades y testosterona con su actitud de James Bond. Pero no todo lo perteneciente a la tierra tiene que “rodar”. También es válido el saltito del corazón que nos produce el avión cuando “despegan” las ruedas del suelo o la tranquilidad que nos produce ver tantas bicicletas que andan multiplicándose, enhorabuena, en lucha constante por ciclovías que ayuden a conservar el ambiente y nuestro bolsillo. Hasta escrambear es actualmente un conocidísimo verbo de acción, adrenalina y diversión, mucho más cuando lo conjugamos con Four-Tracks, 4 x 4 y monte virgen y rocoso; de preferencia, con mucho fango.
En eso no nos hemos escapado del hombre primitivo. La rueda nos sigue pareciendo el invento más maravilloso del planeta, y de paso, aún más importante que el fuego. Pese a la lucha constante por la movilidad, por el ajetreo del trabajo, por las paupérrimas condiciones de las vías de acceso que llamamos carreteras, por la amargura existencial que nos producen los tapones; habrá que admitirlo, vivimos en y para la calle. ¡No hay Dios que nos ampare bajo techo ni en casa siquiera los domingos!
Somos una sociedad ambulante obsesionada por la movilidad. Solamente que esta movilidad parece tener ribetes particulares en una sociedad caribeña cada vez más en transformación constante de las estructuras tribales y/u organizativas de grupo social. Extraño es ver la motocicleta Harley Davidson sin nada que se le parezca a la ruta 66 o el Scion lustrado con aros niquelados sin el corillo bocinero; y ni pensar las Volkys hippies sin el clan fiestero que reproduce – algunos con bastante fidelidad – la vida y el compartir en comuna. Hasta un ciclista solitario duele en el alma.
Ante los desvanes y desarticulaciones por la que ha pasado la gran tribu puertorriqueña observamos metamorfosis singulares cada vez más readaptadas a la realidad que nos ha tocado presenciar. Dado que el sistema ha hecho un desmadre total de todas las estructuras tradicionales, nos movemos hacia el centro tratando de buscar una unidad familiar que, quizás, nunca tuvimos. Y es que, tratando de escapar del berenjenal de lo cotidiano, de las cuitas que nos produce el desgobierno, las malas mañas que la propaganda oficial nos ha pegado como chicle en las neuronas y nuestras propias incapacidades para tomar las riendas de nuestros destinos, sean estos colectivos o individuales, nos hemos encontrado con la magna idea de volver a los taparrabos y las cocinas de leña. Sólo que volver a la semilla, como el relato de Carpentier, no es suficiente; demasiado altruista para el gusto puertorriqueño.
Hay que reinventarnos en clubes, organizaciones, corillos, tribus, redes sociales, pistas, aventuras de turismo interno, ruedas, muchas ruedas, toda clase de ellas; sí, todo aquello que forme el revolú y se parezca a un genuino bembé boricua dominical se convierte en un acto totalmente revolucionario: la conformación de la nueva familia isleña, a puro mollero nacional, que como el conocido anuncio del champú: “se mueve”.
Esta movilidad se hace temáticamente. Los motociclistas, por ejemplo, han creado un mundo especial con chaquetas de cuero y mahones roídos que reproduce un simulacro de rebeldía y contracultura. Nada más lejos de lo cierto. Chinchorrean como cualquier hijo de vecino, van a bares, actúan dentro de la construcción social que quieren recrear. Transitan en parejas; ellas, doñitas serias, carnosas, apretadas; ellos, panzudos, usualmente profesionales en retiro. Saldrán haciendo ruido, el mismo que difícilmente harán en su casa de urbanización. Otros, como los que escrambean en los 4 x 4 tendrán que salir del monte, parafraseando a Machado “del camino que hicieron al andar”, por supuesto, llenos de fango.
No vale si no evidencian la aventura, el safari caribeño entre ríos, rutas vecinales y plátanos. Las bicicletas, por igual, y sus ciclistas, se han propagado y organizado hasta conformarse en organizaciones ambientales que han logrado presión para que se construyan vías donde se proteja su derecho a transitar el espacio que les corresponde fuera del espacio del caminante o peatón. En la bicicletada caben todos. No falte mencionar cuando las guagüitas Volkys pernoctan días enteros entre festivales, playas, artesanos y mucha algarabía. Tienen cierta familia ganada por sus variados estilos de vida, pero no nos llevemos a cuentos, que hay de todo en la viña del Señor. Y no olvidemos la infinidad de clubes automovilísticos que hacen su procesión todos los domingos religiosamente a través de las carreteras de este país: Jeep, Scion, Toyota, entre tantos otros; y la aún mayor cantidad de auto shows que se colman de toda clase de vehículos – y de personas – que los visitan y participan de sus actividades.
La vida puertorriqueña se mueve en cada una de las ruedas que giran en torno a sus preocupaciones, sus ilusiones y sus sueños, pero que le permiten ese necesario estado de esparcimiento para una sociedad cada vez mas automatizada y estresante, que ofrece la libertad del espacio para disfrutar su entorno y nos transita por un domingo tropical sin otra cosa mejor que matar el tiempo, saludable por demás, hasta que llegue el trágico lunes.
La autora es escritora
jaquelinerivera@yahoo.com