“No quiero saber lo que me espera ni lo que me separa de ser lo que deseo ser. Siempre es hoy, lamentablemente ahora…”
¡Lesmes! Quiero ver todas las carpetas y todos los presupuestos revisados sobre mi escritorio ahora. Quiero todos los archivos completos y ordenados.
¿También lustrados señor?
Esta última frase la pienso, no la digo, eso está claro. El no sabe que yo tengo todo preparado con anticipación y no es porque me guste mi trabajo sino porque quiero ganarle al tiempo para que me sobre y gastarlo sentándome en mi silla giratoria, a la cual le faltan tres de las cuatro rueditas, y clasificando el carácter de todos los oficinistas según el diseño, color y tela de sus corbatas. A veces me esmero en desordenar minuciosamente los papeles y las notas que me deja la pelirroja sobre el escritorio así luego tengo que buscar tiempo extra para ordenarlos, lo cual sería desordenar nuevamente.
Antes de irme y después de “Lesmes esto era para ayer, aquello para hoy, y eso para mañana”, salgo a la terraza del edificio donde trabajo que da a la calle Bartolomé Mitre y observo los pedazos de Puerto Madero, esas islas artificiales que ponen su pecho de corcho escondiendo el río y algún que otro buquebus blanco simulando ser una inmensa nave que está tan quieta que parece estar moviéndose a velocidad de la luz, amenazando estallar contra la gente, contra los hoteles, contra los acentos de lo turistas que se pasean con sus gorros, sus cámaras y sin ellas, contra ese puente blanco que parece una aguja desesperada o un huesito de pollo, contra y recontra mi edificio, ojalá!
Y miro ese río y me rio porque es tan triste como lo que me refleja el espejo de las 6 de la mañana. ¿Por qué la ciudad esconde este río? (¿por qué no me gusta mirarme al espejo?). Uno puede estar a dos cuadras de él sin tener indicios de cuan cerca uno está del agua y que eso podría ser una maravillosa excusa para perderse varios 130 tan solo (tan mucho) para sacarse estos zapatos de cuero que al fin y al cabo siempre se esmeran para apretar los dedos, y mojar la libertad de los pies en el río. Imposible. En Buenos Aires el Río de la Plata es el lejano paisaje ocre hasta si lo miras desde cerca.
Y si no miro al río la miro a Abril pero no me rio… Me angustio. A Abril la conocí en abril (que paradoja) cursando la maestría hace ya unos cuantos años atrás, hace unos cuantos cambios de trabajo, amantes, departamentos, preferencias musicales y alimenticias. Después de tanto tiempo sin saber de ella la vi hace tres meses desde la terraza entrando al edificio de al lado, luego descubrí que trabajaba allí. Creo que era Abril, tenía la misma manera de caminar deteniéndose a acariciar los gatos en las ventanas o para observar las casas de colores llamativos, tenía las mismas cejas, las mismas pecas, otro color de tintura en el pelo, pero eso no importa porque estoy casi seguro de que era ella.
Como yo salía antes de trabajar, la esperaba en la plaza de enfrente, compraba un diario con el cual tapaba mi rostro para no ser reconocido en caso de que ella saliera apuntando con su mirada hacia el banco donde me encontraba. El diario siempre lo tenía al revés para ver la cara que ponía aquel que se diera cuenta de mi calculado error. Cuando salía Abril yo la seguía hasta Retiro donde ella se tomaba el tren Retiro-Mitre a las siete y cinco de la tarde, mejor dicho no la seguía sino que dejaba que ella me acompañara a compartir la mejor pérdida de mí tiempo. Así cruzábamos las mismas calles juntos separados por una multitud de gente que jamás podría ser como nosotros. Perón, Sarmiento, Lavalle, Tucuman, Viamonte… A veces apresurados, a veces lentos pero siempre quietos cuando llegábamos a la Plaza San Martín, ella frenaba y le regalaba una mirada melancólica al monumento de los caídos, a veces se sentaba en un banco cercano y observaba sus pies o quizás solo pensaba en algún Julio que conoció en Julio y yo me escondía detrás de algún árbol recordando alguna de las cartas que le escribí mientras vivía en mi pequeño departamento en la Boca en frente de una fantasmal fábrica abandonada, revelándole que la felicidad estaba a la vuelta de la esquina mientras que yo en ese cuartucho cortaba la manzana, que la necesitaba para que me recordara que era mortal, que pecaba de soberbio y que me costaba dejar de soñarla, que tenía ganas de ir a buscarla y que la encontraba todo el tiempo en los afiches que me incitaban a comprar, en el parabrisas del colectivo entre los bichitos aplastados, entre mis manos…
Ahora Abril ya no te busco, porque tratando de hacerlo me olvidé como eras y porque lo extraño me parece nuevo y lo nuevo… lo nuevo ya no lo extraño tanto. Cómo no recordar que lo último que respondiste a mi carta fue que era “posesivo”, convirtiendo así mi domingo en un lunes, agrandando mi miedo de ser y no ser nadie, haciéndome creer que la vida es un pedazo de ropa o un trocito de queso. Pero superé tu rechazo junto con tu partida y empecé a vivir mi vida como si fuera dentro de un subte: por suerte tenía siempre algo que hacer (viajar), algo que mostrar (el boleto) y algo que esperar (¿?). De repente me veía en Independencia y eso me adjudicaba una sonrisa irónica tan notoria en el rostro (como cuando a uno lo llaman por teléfono ofreciendo una promoción que al final no resulta una promoción porque uno tiene que pagar por ella) que una anciana molesta una vez notó y dijo murmurando: “que poco respeto por la historia” a lo que yo contesté: “señores… que poco respeto tiene la historia por nosotros” pensando que la historia, todas las historias, pasaban como si nada, como simples estaciones. Luego cerraba los ojos no queriendo saber más nada y dejaba de ser tácito al igual que ahora mientras Abril está observando sus pies…
– ¿Luis? ¿Lesmes? ¡Tanto tiempo! ¿Qué estas haciendo acá detrás del árbol?
– No, disculpe, usted se equivocó de persona…
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